Gilmar (derecha), Castilho (centro) junto a Moacir Barbosa (izquierda), el portero del Maracanazo.
Estamos a las puertas del Mundial de fútbol de Brasil que está llamado a convertirse en el acontecimiento deportivo más destacado de los últimos tiempos. Allá por el mes de julio, cuando el calendario sitúe la jornada del supersticioso día 13 se disputará la final del torneo desde las 21:00 horas de España en el estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, allí donde dicen que Dios supervisa el balompié desde lo más alto para decidir quién es merecedor de levitar hasta el olimpo de las deidades del balón.
No será la primera vez que Maracaná encumbre a la mejor selección del mundo. El 16 de julio de 1950 el mismo escenario albergó la final del campeonato mundial que enfrentó a la anfitriona Brasil contra Uruguay. En aquel entonces el fútbol ya era cuestión de estado en territorio carioca y cuentan las crónicas de la época que más de 200.000 personas abarrotaron el templo del gol brasileño para tocar el cielo.
En este 2014 Brasil es la máxima favorita para alzarse con el cetro mundial y muchos elucubradores ya se han apresurado en aventurar que el trofeo dorado se alzará a las nubes por un jugador vestido de amarillo y que grite en portugués que son los mejores.
64 años antes la situación era idéntica y la selección brasileña tenía la obligación nacional de cumplir con el guión y darle al populacho el triunfo que anhelaba. Ese mundial de 1950 dejó a Brasil, Uruguay, España y Suecia en las posiciones de honor. En la piel del toro un gol de Telmo Zarra a Inglaterra consumó el mayor éxito conocido del fútbol nacional hasta que unos pequeños instauraron el famoso “tiki-taka“.
En aquel envite de julio del 50 Uruguay comenzó defendiendo bien. En la portería de Brasil estaba un hombre de raza negra llamado Moacir Barbosa que desconocía lo que iba a suponer ese encuentro para su existencia. Al comenzar la segunda parte Friaça adelantó a los brasileños y un país entero gritó tanto que retumbó el corazón del Amazonas.
En ese momento Barbosa se veía tocando la gloria, pero acto seguido una buena jugada del capitán de Uruguay, Obdulio Varela, culminó en el empate de Juan Alberto Schiaffino. En ese momento la grada empujó más que nunca para tocar la gloria. Sin embargo, los charrúas no renunciaron al ataque.
El meta brasileño seguía creyendo en la victoria. Alcides Edgardo Ghiggia ideó el primer gol y luego repitió fingiendo un pase. Moacir Barbosa no quiso que se repitiera la misma jugada y descuidó el primer palo esperando el centro, pero el atacante uruguayo decidió cambiar el guión y armó un disparo directo que el portero logró tocar. Insuficiente para que el balón no entrara. 2-1. Se acababa de consumar el “maracanazo“.
Tirando de arrestos el portero de Brasil se volvió y comprobó que el esférico estaba dentro de su portería. Todo el estadio enmudeció de tal modo que hasta los aficionados y jugadores de Uruguay no daban crédito. La Copa del Mundo se marchó para Montevideo y cuando Jules Rimet, presidente en aquel momento de la FIFA, entregó el cetro a Varela y éste lo levantó al cielo, toda Brasil sintió que había perdido su honor.
Moacir Barbosa fue señalado como el máximo culpable por su fallo y ese estigma le acompañó para toda la vida con una repulsa social que nadie puede imaginar. La condena para este guardameta llegó hasta el año 2000, cuando murió medio siglo después del “maracanazo” a los 79 años y envuelto en pobreza.
En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi 50 años que yo pago por un crimen que no cometí”. – Moacir Barbosa, abril del año 2000.
Seleccionadores de la pentacampeona como Mario Zagallo y Carlos Alberto Parreira no dejaron que Barbosa se acercara a sus combinados para que no los gafara y solo Dida habló bien de él tras romper una serie de 50 años sin porteros de raza negra en Brasil.
El portero de los brasileños en Maracaná murió en vida cuando solo tenía 29 años. Nunca se recuperó de un gol que condujo al olvido. Nunca supo que perder una final del Mundial en Brasil es una derrota que trasciende lo deportivo para instalarse en la conciencia del rechazo colectivo.
Escrito por Alberto Gómez Avilés
- Murcia -