En la actualidad, apenas quedan 43 países en el mundo que mantienen la monarquía como forma de estado. Sorprende encontrar, al repasar la lista de sus jefes de estado, que la reina Isabel II de Inglaterra es la soberana en nada menos que 16 de ellos. El resto son repúblicas o dictaduras.
Cabría pensar que, bien entrado ya el siglo XXI, las monarquías son algo obsoleto y condenado a desaparecer tarde o temprano. Pero el caso es que ahí siguen, pese a los temporales que las azotan cada poco tiempo.
En los últimos años, la monarquía española no ha dejado de estar en el ojo del huracán por los escándalos de corrupción que han salpicado a algunos de sus miembros, pero también por las repetidas infidelidades del rey emérito hacia su reina o antes por la separación matrimonial de la infanta Elena o por el propio enlace del rey actual con una plebeya que, a su vez, también era divorciada.
Pero este tipo de acontecimientos no son exclusivos de la monarquía que rige nuestro país. Otras monarquías mucho más arcaicas e inflexibles, como la inglesa, han padecido escándalos similares e incluso más graves. Han llegado incluso a declarar algún “año horrible para su majestad”, pero no por ello ha claudicado nunca. Se ha mantenido firme, como si la cosa no fuese con ella, quizá porque prefiera exponerse a perder la cabeza antes que renunciar a su amortizada corona.
¿Para qué sirven los reyes en un país democrático, que ya cuenta con un presidente o un primer ministro?
Si viven de los impuestos de todos los ciudadanos, ¿no deberían someterse a la opinión de sus pueblos al respecto de su continuidad o su cese?
Igual que elegimos al que será el presidente o la presidenta del gobierno durante los próximos cuatro años, tendríamos que tener derecho a votar si queremos seguir viviendo en un estado monárquico o en una república. Si estos reyes se creen tan ejemplares y tan entregados a sus respectivos pueblos, no deberían temer que esos mismos pueblos expresen en las urnas su opinión sobre ellos. No se trata de destituir a nadie de su cargo por las bravas por el capricho de algunos de instaurar una nueva república.De lo que se trataría es de empezar a gobernar para el pueblo, pero con el pueblo. Escuchando su criterio y teniéndolo en cuenta a la hora de emprender ciertas reformas. Porque gobernar de espaldas al pueblo equivale a despotismo y el despotismo y la democracia nunca van a congeniar, porque son algo así como el agua y el aceite.
Estos días estamos asistiendo a un abanico de comentarios sobre la monarquía española de lo más extremos, posicionándose tanto hacia un lado como hacia el otro. Podemos encontrar desde sectores que niegan la evidencia y consideran que a la monarquía se le está tendiendo una trampa para promover la república a otros que no sólo condenan la salida de España del rey emérito, sino que se atreven a pedir la abdicación del rey actual.
Es curioso ver cómo, con la que nos está cayendo encima con la enorme crisis del Covid-19, parezca que sólo nos importe que una familia se quede o se vaya del país. Como si ese asunto fuese a pagar nuestras facturas o a mantener nuestras nóminas o a evitar que nos contagiemos por el dichoso virus.
Parece que no nos damos cuenta de que lo que está pasando estos días con el rey emérito, este país ya lo ha vivido otras veces con otros reyes que también tuvieron que huir. Pero, ¿les fue mejor a nuestros antepasados con las dictaduras o las repúblicas que sucedieron a aquellos monarcas que abandonaron sus tronos para tratar de salvar sus vidas?
Algunos pensarán que sí les fue mejor. Otros opinarán que a veces es mejor resignarse a lo malo conocido que arriesgarse a lo bueno por conocer. El caso es que, aunque un rey abandone su trono, la compleja estructura sobre la que se asienta una monarquía no puede desaparecer de un día para otro. De hecho, puede mantenerse durante décadas, del mismo modo que las estructuras que mantenían en pie la dictadura de Franco se perpetuaron en el tiempo, pese a la instauración de la democracia. Son precisamente esas estructuras contaminadas las que han permitido las malas prácticas del rey emérito durante todo su reinado.
Pedir el fin de la monarquía y la instauración de una nueva república es perder el tiempo. Porque dejaremos de tener un rey, pero pasaremos a tener un primer ministro al que tendremos que mantener igual y que, seguramente, meterá la mano en la caja del dinero de todos. Porque las estructuras que hoy permiten la corrupción, le seguirán permitiendo a todo el que llegue que siga haciendo lo mismo. Porque, entre corruptos, la honestidad es un obstáculo demasiado molesto. Permitir que el recién llegado cometa tus mismos delitos, le convierte en tu cómplice. Así te aseguras de que no te va a delatar, porque se delataría él mismo al mismo tiempo. Y si resulta que es una persona íntegra y no está por la labor de hacer lo que hacen todos los demás, pues se le para una trampa para quitarle de en medio y, en su lugar, ponemos a otro que no sea tan digno. El caso es perpetuar el tinglado que tiene montado demasiada gente que está demasiado cerca del poder en este país. Y, mientras ese tinglado no se desmonte y alguien se atreva a arrancar su ponzoñosa raíz de una vez y para siempre, en este país poco importará la forma de gobierno que se adopte. Porque siempre mandarán los mismos perros con diferentes collares.
Seamos, pues, un poco más prácticos. Dejémonos de soñar con repúblicas ideales y de apuntar nuestros dardos hacia el blanco equivocado.
Lo que tenemos que transmitir a quienes nos gobiernan, sean del color político que sean y sea su sangre roja o azul, es que no podemos permitir que se recorte más en servicios tan básicos como la educación o la sanidad. Que un país no puede presumir de tener la mejor sanidad del mundo y luego permitir que un número vergonzoso de médicos y de profesionales de enfermería mueran de Covid 19 por no haber podido disponer de los EPIs imprescindibles para prevenir el contagio. Que la educación obligatoria no debería finalizar a los dieciséis años, sino que debería hacerse extensiva a todo el ciclo vital de la persona, pues en un mundo tan cambiante como el actual, no podemos dejar de formarnos ni de reciclarnos. En ese reciclaje continuo está la clave para combatir las cifras de desempleo. Cuanta más gente pueda reincorporarse al mercado laboral, más se reducirá el gasto social en prestaciones por desempleo. Ese dinero que ahorrase el estado se podría destinar perfectamente a formación continua de calidad, que no tiene nada que ver con lo que se ha hecho demasiadas veces con dinero europeo destinado a formaciones que nunca se llegaron a impartir realmente.
Tampoco podemos permitir que haya gente que duerma en la calle ni que otros paguen barbaridades por una vivienda o una habitación de alquiler, a costa de pasar hambre y otras calamidades. Ya que tenemos un ministerio de asuntos sociales, estaría bien que, por una vez, aparte de salir en la foto luciendo cartera y de aparecer en los medios día sí y día también criticando lo mal que lo hacen los demás, se dedicasen a hacer mejor su trabajo.
Todos merecemos mejor calidad de vida. Da igual si vivimos en la Monarquía Española, en la Tercera República o en la República Catalana. Cambiarle a un estado la etiqueta que lo define no implica cambio alguno a efectos prácticos. Seguiremos estando en las mismas manos manchadas de porquería y nos seguiremos sintiendo igual de ninguneados y estafados.
La solución no es llamar a la gente a levantar barricadas, ni a emprender revoluciones que siempre las acaba cargando el diablo. Lo que menos necesitamos ahora mismo es echarle más leña al fuego ni permitir que ningún autoerigido salvador de la patria nos dé lecciones de ningún tipo. Sí que es tiempo de entonar el mea culpa, de mirarnos por dentro y de admitir que todos tenemos mucho que depurar y que sólo con la humildad y la empatía hacia nuestros compañeros de travesía lograremos cruzar este complicado puente.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749