Michel de Montaigne. Diario de viaje a Italia.Edición de Santiago Rodríguez Santerbás.Cátedra Letras Universales. Madrid, 2010.
El 20 de noviembre de 1581, en el Puy de Dôme que se haría mítico en el Tour de Francia, Michel de Montaigne expulsaba la última de las variadas piedras que le martirizaron el riñón durante el viaje que había iniciado año y medio antes y que le llevaría por los caminos de Suiza y de Alemania hasta Italia.
Diez días después del episodio excretor, Montaigne volvía a su castillo, del que había salido el 22 de junio de 1580 huyendo de diez años de aburrimiento y retiro en su torre.
A lo largo de ese viaje que duró 17 meses y 8 días, fue dictando o escribiendo una serie de anotaciones e impresiones que no pensaba publicar. De hecho, este Diario de viaje a Italia no se imprimió hasta 1774, casi dos siglos después.
Dictado en parte a su secretario y escrito en parte de su puño y letra, contiene una abundante cantidad de bosquejos rápidos de todo lo que llama la atención del curioso viajero, del renacentista inquieto, del abuelo de la Ilustración que fue Montaigne.
El elogio de la comida alemana y la cocina suiza, la descripción de las hospederías y la travesía del Tirol, Innsbruck y Constanza, la entrada en Italia por Trento, la fealdad de las mujeres italianas, la protesta por la mala comida, el escaso entusiasmo que le provoca la ciudad de Florencia, la admiración sin límites por Roma, donde estuvo casi cinco meses, entre el 30 de noviembre de 1580 y el 19 de abril de 1581, los espectáculos callejeros, los sermones de la semana santa, la biblioteca del Vaticano, los calores de junio son algunos de los temas que anota Montaigne a lo largo del viaje.
No hay aquí voluntad de estilo ni prosa elaborada ni atención a los monumentos, sino apuntes, impresiones y curiosidad por todo, anotaciones de carácter tan privado como la evacuación de ese cálculo renal, ni duro ni blando, o los minutos que tuvo la cabeza bajo un chorro de agua fría en el baño.
A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco.
Y es que Montaigne viajaba como escribía: no era normalmente la reputación de los lugares, ni aún menos un plan preconcebido de ir por tal o cual sitio para conocerlo perfectamente, ni el camino seguido por otros viajeros, lo que determinaba el suyo; seguía poco las rutas ordinarias, y no se ve que en sus viajes (exceptuando siempre su atracción por las aguas minerales) tuviera un objetivo más concreto del que había tenido componiendo sus Ensayos.
Esas palabras esclarecedoras forman parte del excelente Discurso preliminar que Meunier de Querlon redactó para presentar en 1774 los tres tomos del Diario de viaje a Italia por Suiza y Alemania. Incorporarlo al frente de este volumen es una de las aportaciones más plausibles de esta cuidada edición que acaba de aparecer en Cátedra Letras Universales con traducción y notas de Santiago Rodríguez Santerbás.
Santos Domínguez