Los profesionales del oro (Ognuno per sé, Das gold von Sam Cooper)
Director: Giorgio Capitani
1968
Italia/Alemania
100 min.
Fotografía: Sergio D’Offizi
Música: Carlo Rustichelli
Guión: Fernando Di Leo y Augusto Caminito
Reparto: Van Heflin, Gilbert Roland, Klaus Kinski, George Hilton, Sarah Ross, Federico Boido, Sergio Doria, Giovanni Ivan Scratuglia, Giorgio Gruden, Hardy Reichelt
No tenía pensado en principio realizar aquí un artículo sobre este fenomenal eurowestern, que he podido ver hace poco después de mucho rastrear, principalmente porque tanto en La abadía de Berzano como en ese diccionario indispensable que es 800 spaghetti westerns ya había dicho con total propiedad todo (o casi) lo que aquí voy a decir yo. Pero como ando ahora metido en una cosilla especial que va a llevar bastante elaboración y ya tenía esto medio escrito pues saco las rebajas, me alivio como los malos toreros y por lo menos dejó la recomendación de este Los profesionales del oro.
Uno de los mejores, más originales y, desgraciadamente, menos visibles de entre todos los western alla’italiana producidos durante el esplendor del género. En el estupendo especial que la revista Nosferatu dedicó al eurowestern en Octubre del 2002, Javier G. Romero cifra esta producción en una media de 40 al año entre 1964 y 1974 con, nada menos que, 72 en este 1968. Es decir, el film de Capitani está rodado en pleno ojo de un huracán industrial que, visto desde el presente, ofrece todavía un territorio a explorar en el que seguir consignado hallazgos extraños, piezas únicas como esta de directores poco o nada destacables que encontraron un chispa de talento genuino en medio de una coyuntura favorable -aunque aquí hay que recordar que a Capitani, sin experiencia ninguna en el SW, el proyecto le cayó en las manos tras el desacuerdo de los productores con respecto la inicialmente previsto Lucio Fulci y a la falta de confianza con respecto a la posibilidad de que su guionista Fernando Di Leo una de las más estimulantes personalidades del cine de género en Italia, se hiciera con la dirección-.
La mayor originalidad de esta película viene dada, paradójicamente, por su manera de pelearse contra las mismas convenciones del género que lo acoge, ya fuertemente codificado. Su naturaleza pertenece más a la narración de aventuras y se apoya en la transposición, muy elaborada, que se hace de El tesoro de Sierra Madre de B. Traven (y luego John Huston en su justamente memorable versión de 1947) a las nuevas coordenadas impuestas desde Italia, pero sin abandonar nunca esa característica personalizadora, primera y última, de relato de aventuras (de viaje, de cambio, de peripecia constante), supone además un enfrentamiento entre la concepción paisajística y la ética del western norteamericano y la amoralidad, el cinismo e incluso el estilo visual del spaghetti-western que pugna por introducirse en el film. Existe, por tanto, una valoración del entorno como ente hostil al que vencer, como elemento que empuja la acción a través de la cual se definen psicológicamente los personajes (aunuqe la naturaleza, la roca, no es tanto metafórica como indiferente), que resulta privativo del western norteamericano y remite incluso a los clásicos de Anthony Mann, siendo esta una característica que nunca ha tenido demasiada transcendencia en el SW donde el paisaje, por lo general, es un marco icnográfico sin entidad dramática. En Los profesionales del oro el terreno impone, marca el ritmo de la narración, la puntea con la constante pelea que propone contra los hombres.La larga introducción del film, que narra el pesado viaje de vuelta del viejo Sam Cooper desde la mina en la que ha sido traicionado hasta el pueblo es ejemplar: prácticamente muda, de extenuante fisicidad (unas características que no pueden menos que recordar, sorpresivamente, al fabuloso prólogo del There will be blood de Paul Thomas Anderson) parece que el personaje nunca lo logrará introduciendo al espectador en un estado de emoción primaria, una conexión directa con la ficción por la vía de la falibilidad de los personajes. Por si fuera poco, esta magistral obertura está rematada de modo
impecablemente irónico, Heflin es asaltado al borde de un río por unos desarrapados. Están tan hambrientos que ni siquiera reparan en los sacos de oro y solo le roban la comida. Cuestión de prioridades y necesidad.Volviendo a lo anterior, a la oposición tanto de estilemas formales como de fisonomías de paisajes y actores que no solo funcionan como arquetipos de sus diferentes escuelas sino que resultan personajes realmente interesantes gracias a una dinámica entre los mismos magníficamente delineada y a las espléndidas interpretaciones que de ellos ofrecen unos actores sobebios. Por una parte los veteranos Van Heflin, como borrachín buscador de oro y el inmarchitable Gilbert Rolan, como antiguo asociado suyo ahora enfrentado a él por una confusa traición del pasado y que encima está aquejado de malaria (las pastillas que tiene que tomar cuando le asaltan las fiebres, además de remarcar el tono otoñal de los personajes, serán ingeniosa fuente de
suspense) y por la otra dos actores como George Hilton y Klaus Kinski (quien en otro atributo muy italianamente anticlerical es presentado vestido de cura), perfectamente representativos del eurowestern y que, en otro rasgo sorprendente, forman una pareja homosexual unida por un turbio lazo de dependencia que aun así deja entrever amor genuino -Hilton enloquecido durante la paliza que Rolan le propina a Kinski o la desesperación de este mismo durante el accidente en el acantilado-. Este rasgo particular, subraya la pertenencia de ambos actores/personajes al ámbito diferente del SW, es uno de esos toques llamativos y perversos del género que encima se enfoca desde una óptica negativa. Los sanciona como viciosos que acumulan maldades y frente al respeto a la palabra dada que simbolizan los americanos ellos serán quienes tramen y traicionen.Esta estructura de opuestos, dual además, es repetida incluso cuando los personajes de Hilton y Kinski desaparezcan. El clímax final será un tiroteo que vuelve a enfrentar a lo antiguo con lo nuevo: Heflin y Hilton, más crepusculares que nunca defienden lo trabajado de dos nuevos pistoleros llamativos recortados directamente desde el imaginario del spaghetti (uno de ellos personificado por otro actor tan característico como el secundario recurrente Federico Boido) en un cierre perfecto que admite por igual el detalle colorista y el lirismo crepuscular para un film vibrante y sobrio, libre casi por completo de los vicios formales de la época (queda algún modesto zoom, especialmente en su parte inicial) y supeditando la puesta en escena a las necesidades de la narración más que al brillo deslumbrante de la idea barroca. Un film excepcional que bien merece el esfuerzo de buscarlo.