Una imagen vale que más mil crónicas. Maurice Berho
Plaza de Toros de Vista Alegre. Bilbao. Corridas Generales. Octava del ciclo. Dos tercios de plaza. Toros del Puerto de San Lorenzo para Enrique Ponce, Diego Urdiales e Iván Fandiño.
Corrida áspera, elefantiásica de hechuras, descastada y mala de solemnidad. Pero nada aburrida. Unas cuantas así y veremos a los de las pipas hacer cola en el Inem. ¿Entonces como se puede catalogar una corrida así? ¿Petardo? ¿Interesantísima? ¿Imposible?
Interesante, aunque sea por lo de ser distinta a lo de todas las tardes, por la rareza que va suponiendo ver algo así, toros que exigen vergüenza. Como esta, muchas más. Ojalá.
Ponce, que cumplía cincuenta tardes en Vista Alegre como matador de toros, presentó candidatura a la mejor faena de la feria. Le otorgarán el premio por la obra equivocada: la segunda, llena de poncinas, repleta de estética, pero yerma de domino y apreturas, si bien remató con unos muletazos llenos de torería que hicieron mella en la sesera del aficionado, reblandeciendo la cada vez más minúscula zona del cerebelo dónde reside la exigencia, la sensatez y la ecuanimidad. Dos orejas le pidieron tras un bajonazo infame. Mal el público. Peor Matías, que no tuvo más remedio que regalar una. Lo nefasto, que se pliegue ante la figuras. Dió el primer aviso a Ponce casi en el minuto trece de faena, cuando deberían de estar bramando los clarines por segunda vez. Antes el chivano se las tuvo que ver con un toro incierto, que buscaba torero con papeles y a ratos lo encontró. Hizo un esfuerzo Ponce, las cosas como son, intentando alargar la embestida, corta, del bruto, a veces lo consiguió y otras tuvo que aguantar como pudo gañafones, que lo mismo buscaban arracarle la cabeza que levantarlo por los pinreles . Como es lógico no pudo haber lucimiento ni belleza, pero si sobró pundonor y orgullo. Es un lujo, escasísimo, ver a Ponce con el toro complicado, con el que se niega a embestir porque sí, el que se le atraviesa en el camino hacia las orejas facilonas y le hace desistir de intentar lo bonito, que en materia taurina es el arte de la sinvergonzonería. Bien Ponce, apúntenlo, que no sabremos cuando podremos decirlo otra vez.
Urdiales, que sustituía a Perera -que corta la temporada-, y que lidiaba antirreglamentariamente, por no disponer de su propia cuadrilla, pechó con un primero, ovacionado al saltar al ruedo, que era un pavo en todos los sentidos de la palabra. Noblón, boyar e inválido que se movía sin ningún interés por atacar las telas ni defenderse del que las maneja. Sacó algún natural suelto estimable y poco más. De un pozo vacío no hay nada que sacar. El quinto, casi con las seis yerbas, con más barba que un apostol, pavoroso en sus intenciones, que eran delatadas por la mirada de lunático con las que tomaba medidas, como los enterradores de las películas del Oeste, de su víctima preferida. No era otra que Urdiales, que se libró por los pelos de la cornada, mientras le ponía y le echaba la flémula como si fuera uno de los zalduendos de ayer. El riojano va sobrado de educación y civismo. Mejor no se puede tratar a aquel que te quiere ver comido por gusanos. Una y otra vez se pasó esas perchas por los muslos, en cada muletazo que daba se producía un trueque a tres bandas: Diego Valor ofrendaba las femorales, al lisardo no le quedaba otra que convidar con otra embestida, y el aficionado, desde el primero hasta el último, no le quedó otra que agasajar a los que estaban en el ruedo con un recital de suspiros, gritos y resoplidos. Como una historia así no podía tener una final ordinario, Diego pasó un quinario, con dos avisos, para pasaportar al viejo toro con los suyos, con Caín, Belcebú, Judas y toda la tropa de alimañas que le dan vidilla con su guasa al infierno.
Iván Fandiño cobró del sexto, también del género alimaña, que antes había mandado a la enfermería al peón Romero, y que apenas unos minutos más tarde, haría volver a reunirse en condiciones no deseadas a matador y operario. No tenía ni un pase, y el resultado a dos tandas que intentaron robarle fue un desarme y una cornada. Había que ponerse por vergüenza torera, a sabiendas de que había más que perder que de ganar. Auténtica torería, y no lo de fumarse un montecristo mientras un compañero se juega la vida. Con el ruedo bajo la dictadura de ese caín cinqueño volvió Ponce a sacar lo mejor del repertorio: a castigarlo por abajo, machetearlo y poderle, que se vaya al otro barrio sabiéndose perdedor. En el tercero acabó pitado el torero vasco, que no dió una a derechas con la tizona, y que con la muleta no acabó de apostar ni de colocarse como sí lo hizo Urdiales en el quinto.
Mañana, los Escolares.