Revista Arte
El rompedor pintor Gustave Moreau (1826-1898) ya lo habría dicho, más o menos así: hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales. Su decadentismo fue anterior a todos, incluso al Simbolismo del que hizo escuela y sería precursor. Pero la historia volverá a condicionarlo siempre todo. Estaríamos condicionados aún más por lo general de ella, por lo medioambiental, por lo visceral de la sociedad que por cualquier otra cosa. Y Moreau viviría así la terrible experiencia de la Guerra Franco-Prusiana de 1870, de las pesadillas sociales posteriores y de la postración socio-política de Francia y sus estigmas sociales. También, las propias tragedias personales de su familia y de su amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista, se acabaría obsesionando ya por lo diferente, lo hierático, lo onírico y lo, en exceso, ornamental y metafísico.
La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (1875-1895 aproximadamente) vendría a reaccionar culturalmente ahora con una característica mezcolanza de retorno, postración, rechazo, huída y sensualismo que acabaría, finalmente, terminando por denominarse decadentismo. ¿Qué si no tendría ahora sentido después de un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Francia había sido un gran imperio desde que Napoleón III consiguiese erigirse en el poder en 1850. Entonces, el país alcanzaría una preeminencia política y económica extraordinaria. Después del Romanticismo los franceses volvieron ya a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos con su gran bagaje intelectual y artístico. Pero, cuando todo esto se perdió trágicamente en 1870, a manos de otro poder emergente -Alemania-, el inconsciente colectivo nacional trataría ahora de reencontrarse de nuevo, de recuperar así su propio espíritu y su sentido.
El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito unos versos en uno de sus grandes poemas de entonces: ¿Quién hará que la gracia y hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas, que el tiempo destructor borrado había; y al contrario, olvidadas, otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere, cuando el uso ya lo quiere, que es de las lenguas dueño, juez y guía. Y así sucederá en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista, cuando la sociedad culminaría una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores mirarían algo -de nuevo- atrás para impulsar ahora, sin embargo, un nuevo y poderoso modo de ver y entender el mundo.
Y ya no pararía. Seguiría después con los Simbolistas y Modernistas y enlazarían a los Expresionistas, Cubistas y Surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pintase sus obras decadentistas-simbolistas justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia aún mantendría, sin embargo, oculto en su regazo. Entre 1865 y 1870 pintaría tres obras de la misma temática: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología nos contara esta leyenda: el rey de los tracios, Diomedes, habría criado caballos -yegüas en este caso- dándole ahora de comer carne de otros animales. De este modo, se habrían hecho más fuertes y más poderosos que los normales. El envidioso Euristeo le encargaría al gran héroe griego Hércules que acabara con esos peligrosos caballos. Así que uno de los trabajos famosos que al héroe se le encargara fue la captura de todos estos feroces animales. Lo conseguiría, y terminaría llevándose los equinos del reino de Diomedes. Pero, entonces, un ejército tracio al mando de éste lo asaltaría por el camino, luchando con aquél. Vencería Hércules, y acabaría encerrándo a Diomedes para que sus propios caballos acabaran devorándolo a él.
Y de esta forma, con la feroz imagen de la devoración de Diomedes, pintaría sus tres semejantes obras, símbolo, ahora, de la destrucción del ser por los propios medios que él mismo creara. Estas representaciones proféticas de Moreau se adelantarían ya a la propia decadencia de aquellos años posteriores a Sedán -batalla en 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y, finalmente, por el término de un siglo con claros rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición que, sin embargo, alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo siquiera, hasta las trincheras sanguinarias y desoladoras de la Primera Guerra Mundial y su terrible secuela posterior.
(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degás.)
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