Revista Cultura y Ocio
Por Juan Antonio Carrasco Lobo
Lo leí hace solo unos días; una pancarta de una manifestación donde decía que "el amor romántico, mata". La frase, que guarda una absurda reivindicación, me llevó a pensar en mi nueva etapa vital. Hace poco presentaba mi primer libro que, precisamente, tiene mucho de eso: de romanticismo. Qué le voy a hacer, soy de esos que aún permanecen invadidos por el espíritu de Bécquer.
"El amor romántico, mata". ¡Que no! Que no era capaz de deshacerme de aquella reclamación que rugía en contra de la esencia más perturbadora del ser humano. ¿Acaso creían que lo agitador era lo contrario?
Seguía imbuído en mi reflexión sobre las causas que nos han llevado a declarar este estado de excepción en contra de un sentimiento que hace aflorar la sensibilidad a la que, me niego a creer, no estamos acostumbrados. Pensaba en tantos y tantos mensajes de enamorados que se pintan en muros; en papeles doblados con la inocencia de la complicidad adolescente, rubricados con un corazón de colores; en las miradas que se cruzan anhelando las ilusiones por conectar en un limbo de deseos: el primer enamoramiento.
Sí, después recapacitaba y pensaba en aquellas personas que murieron, fruto de la cobardía, del afecto mal entendido -que en realidad son los celos- a manos de quienes les prometieron la luz de las estrellas, no de estrellar sus vidas, y maldigo cada palabra enamorada que guardaba el veneno de la incomprensión. Pero no podía ser este el único motivo de aquel lema que, con orgullo, lucían aquellas denunciantes.
¿De verdad debo aceptar que la sociedad actual está tan vacía que considera el mayor acto de entrega –el amor- como… ¿Cómo qué? ¿Un acuerdo de vínculo afectivo-sexual? ¿Una firma entre labios, con pasión, pero sin sentimentalidad? ¿Eso es posible? Es posible, si hablamos de deseo, de frenesí, de atracción.
Amor, amor, amor… ¿¡Cuántas veces he escrito ya esa dichosa palabra!? Qué mal escritor seré, incapaz de encontrar un sinónimo que la esconda. ¿Y saben qué? ¡Que me da igual! Porque, a ¿quién se le ocurre escribir sobre el amor –sí, otra vez- y el romanticismo (y dale) hoy día? Pues a algún loco. A alguno que, con los pies sobre la luna, cree que este mundo solo se disfraza de mediocridad pero que, tras la máscara, existe una coherencia que, en realidad, comparte aquella luna.
Díganmelo. No se corten. ¡¡Cursi!! ¡¡Relamido!!
El mundo es cíclico, repetitivo, sí. Hoy, lo que nos parece revolucionario, a veces, no es más que la copia de una idea que ya surgió hace años, siglos quizás. Renegamos de Dios como si fuese un avance en la mentalidad del pueblo, pero seguimos adorando nuevos carneros dorados; nos creemos a pies juntillas los juegos de palabras de los políticos, como si estuviesen jurando algo nuevo –pan y circo, amigos, pan y circo-. Y del amor, solo hablan los libros. Falaces poetas, que se inventaron la mentira de los cariños, el desamor y el desvarío; capciosos escritores, que crearon historias tan bellas, que solo lograron perpetuarlas en el tiempo.
En esas andamos, a vueltas con el engaño de las etiquetas; sí, como esas que otrora pendían de los pentagramas, creando melodías, y que los músicos llamaban sostenidos, y hoy sirven para crucificar ideas en las redes sociales. Como esa pancarta de la que antes hablaba, que interpelaba que el amor romántico mata. Unos pretenden cubrir el romanticismo de la duda de una sociedad enfermiza con las tradiciones, pero en una cosa tienen razón; fíjense si el amor romántico mata… De envidia.