Buscar el éxito sin encontrar recompensa alguna es como encaminarse al abismo con los ojos vendados. Una apuesta difícil de entender para el que la pierde, y a la que no le sirve de nada que te des cuenta de tu falsa verdad cuando ya estás muerto o acabado. Ambos, estados inútiles para su propósito. El éxito y su tiranía precisa de esclavos, tan ciegos como autoritarios, pues siempre necesitarán de esa inconfesable e inquebrantable cerrazón que le hace ver —a quien la sufre— su propio jardín siempre verde y lleno de flores por más que el resto le digan que es un secarral que, por no tener, no tiene ni semillas sembradas con las que poder invocar el milagro de la esperanza. No hay vida sin esperanza, ni falso éxito sin su mentira, porque como se nos recuerda en un momento de la obra: «Hay que romperse el cuello para ver las estrellas». Inútil esfuerzo el de aquel que no sabe dónde se encuentra el cielo ni la posibilidad de iluminar un camino que no tiene salida, y sobre el que solo da vueltas y vueltas hasta desgastar del todo las suelas de sus zapatos.
Ese NO FUTURE inmerso en la obra de Miller, reclama más que nunca su vigencia en una sociedad como la que vivimos, en la que más veces de las deseable andamos inmersos en el mundo de la postverdad —un mundo paralelo, y por tanto, sin posibilidad de encuentro con el real—, quizá por eso, no nos resulte tan difícil entender o incluso llegar a comprender a Willy Loman, el protagonista de este clásico del teatro del siglo XX. En este sentido, Muerte de un viajante se comporta como el vaivén del tiempo que se desplaza en un tren que representa el sueño de toda una vida, y que termina con un aciago final. Un final no exento de ironía, si se quiere, pero aciago y trágico final al fin y al cabo. De ahí, la valentía de seguir reponiendo este clásico que aborda las mentiras del éxito en las que los americanos —y el resto de la humanidad— siguen inmersos, y a los que Arthur Miller dio luz de una forma magistral a lo largo de toda su obra dramática —pero no así de su vida privada, teñida de trágicas hazañas—. En este caso, bajo la dirección de Rubén Szuchmacher, y la adaptación que de la obra ha hecho Natalio Grueso —con un lenguaje actual, escueto en ocasiones y algo falto de simbolismo—, asistimos a una puesta en escena sobria, en la que sobresalen las imágenes de una ciudad de Nueva York antigua y en la sombra, a modo de telón de fondo y de arcaico recuerdo perdido en los confines de los tiempos. Esa ubicación, en forma de falsa neblina del espacio-tiempo en el que transcurre la acción dramática, se abate sobre un escenario sencillo y acordonado por muros de ladrillos que dan una sensación de prisión y oscuridad que encierran aún más el ambiente. Un ambiente que transmite una intencionada pincelada gris en todo el escenario, y que también se traslada al vestuario de todos los actores, convirtiendo la atmósfera de la obra en una especie de hollín caído del cielo, y que pone el énfasis en las falsas esperanzas que rodean a la familia Logan.
Todo resulta como un largo sueño en las casi dos horas que dura la función. Un largo sueño que recorre toda una vida y su pasado. Un largo sueño en el que se sumerge de una forma más que notable Imanol Arias en el papel de Willy Logan, y donde en esos flashback del pasado —que sin duda acortan la duración del texto original— sale a relucir la buena dirección de Szuchmacher; una dirección ágil y actual en el modo de abordar el tiempo y sus elipsis. Un reto del que Imanol Arias sale airoso, ya sea a través de un simple gesto, o de esa mirada perdida en su propio sueño. Aquí es donde el actor de Riaño demuestra su compenetración con el personaje que representa, y lo hace con ese deje de voz, con esa curvatura de su cuerpo, con su pelo blanco, y con la sensación de pérdida y olvido que maneja a lo largo de toda la obra. Un letargo al que da réplica su hijo, Jon Arias, en el papel de Biff Loman. Un reencuentro entre padre e hijo que, a medida que avanza la trama, va adquiriendo un mayor protagonismo y fuerza. Y a su alrededor, un elenco de actrices y actores muy solventes en sus interpretaciones.
Muerte de un viajantees la visualización del lado oscuro del éxito y la repercusión que éste tiene a lo largo de la vida. Una temática presente en buena parte de la obra dramática de Arthur Miller, lo que nos lleva a recordar a un inmenso Agustín González en la representación que, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, allá por el año 1988 se hizo de la obra Todos eran mis hijos. O también, a las míticas interpretaciones de Dustin Hoffman y John Malkovich en la versión cinematográfica de la obra de teatro que ahora nos ocupa, y que fue guionizada por el propio Miller. De ahí, que nos de pie a pensar, que esta falsa búsqueda del éxito, es una necesidad que el ser humano ha tenido a lo largo del tiempo para llegar a encontrar su felicidad en el lugar equivocado. Quizá, porque lo haya hecho en un mundo imaginario y su falsa verdad.
Ángel Silvelo Gabriel.