Revista Cultura y Ocio

Muerte sin resurrección: Cap. DIECISÉIS

Publicado el 30 septiembre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
JUEVES SANTOCapítulo DieciséisLa luz de la habitación llevaba muchas horas encendida, con las persianas bajadas. Exactamente las mismas que la puerta de entrada al piso se había mantenido cerrada con llave y el grueso cerrojo de seguridad echado. Tantas horas ya, que hacía tiempo que se había hecho de noche.
Dentro de la habitación, diez latas de cerveza descansaban en el suelo vacías y abolladas, junto al cabecero, mientras una medio llena se mantenía en difícil equilibrio sobre el colchón, amenazando con caerse con cualquier movimiento. Encima de la mesilla de noche, otra lata de cerveza todavía esperaba a ser abierta, en primera fila del mueble, rozando la culata de la pistola. Detrás de ambas, su placa reglamentaria. No era casual la distribución. En determinados momentos, existen prioridades vitales.
Miguel seguía vestido, sentado sobre la cama. No se había movido de allí desde que, ya entrada la tarde, regresara de su visita a comisaría. Y también de ultimar en la agencia los detalles de su inminente viaje de vacaciones. Ahora solo debía esperar, dejar que pasaran las horas, que la noche se consumiera y el sol decidiese inaugurar un nuevo día.
Una vez más, Miguel cruzó las manos en su regazo y escuchó durante un momento. Todo el piso estaba en silencio, desierto, en total soledad. La misma de cada noche del último año, la que habitualmente torturaba su cabeza sin piedad. A pesar de ello, hoy la apreciaba de un modo especial, como si su propia vida dependiera de ello.
Cerró los ojos levemente y recostó su espalda contra el cabecero. Pensó que al día siguiente a esa misma hora estaría dentro de un avión, sobre el Atlántico, de camino a Cuba. Allí le esperaba una lujosa habitación de hotel y mil sensaciones por descubrir en sus playas y en sus sugerentes locales de ocio, pensados para turistas ávidos de diversión a cualquier precio. Entonces ya no desearía aquel silencio, ni tendría que esperar encerrado en su piso. Pensó que, quizá, al día siguiente, tampoco estuviese solo. Miguel se sentía bien imaginando su futuro inmediato. Aquellas vacaciones en el Caribe suponían todo un oasis de paz en su tenso desierto de los últimos días.
Casi sin darse cuenta, un inconfundible olor a mar inundó su habitación. Un olor a algas y arena, agradable, tonificante. Respiró profundamente, varias veces, llenando sus pulmones de aire y exhalándolo luego lentamente, disfrutando esa sensación. Miguel vio como el agua le rodeaba, encontrándose dentro de un mar azul, cristalino, que apenas alcanzaba a cubrirle las rodillas. Se sentía relajado. El tacto de la arena debajo de sus pies le regalaba un agradable masaje a cada paso que daba y el suave oleaje balanceaba el agua alrededor de sus muslos de una manera armónica. Se fijó en el vello de sus piernas, mojado sobre una piel ahora extraordinariamente bronceada para lo blanca que solía lucir durante la mayor parte del año. No tenía calor, aunque se dio cuenta de que, en realidad, tampoco sentía más fría el agua. Era como si aire y mar estuviesen a la misma temperatura. Y cuando intentó ver la orilla, más por curiosidad que por deseo de acercarse, descubrió que no le alcanzaba la vista. Pero sin embargo, por alguna razón, él sabía que estaba allí, cerca, a su alcance, por lo que aquella situación no le preocupó.
Dentro de ese mar ideal y casi infinito, Miguel se encontraba rodeado de gente que también disfrutaba del agua. Los niños jugaban entre risas y los adultos paseaban de un lugar a otro por puro ocio, despreocupados. Miguel los miraba y no comprendía su actitud porque, a la derecha de donde él estaba, se veía un agujero dentro del mar por el que caía el agua. Era un agujero de considerables dimensiones, y que podría engullir a más de una persona en el supuesto de que se acercasen a su borde. Quiso avisar del peligro, pero se dio cuenta de que todo el mundo se movía de un lado a otro pero, en realidad, nadie se caía en él. Todos lo evitaban sin necesidad de variar su paso. Niños y mayores actuaban como si no existiese, los adultos caminaban dibujando líneas rectas que nunca lo cruzaban y los niños jugaban a la pelota a su lado, pero sin que estas entraran en él.
Entonces, Miguel se fijó que al otro lado del agujero, a su izquierda, también su madre estaba dentro del agua. Pero a diferencia del resto de las personas, ella estaba quieta, inmóvil, como si estuviese anclada al suelo. No era que no se pudiera mover, más bien parecía que el propio movimiento nunca había estado dentro de sus capacidades. Ella le hablaba, le hacía gestos, parecía querer indicarle algo importante, pero él no lograba entenderla. Empezó a caminar hacia su posición. En el fondo, tan solo pretendía ver su cara de cerca, volver a contemplarla, a recordarla.
Ya había dado unos pasos dentro del agua, cuando se percató de que a cada uno que daba, incomprensiblemente se alejaba de ella y se encontraba más cerca del agujero. Miguel se extrañó, porque él caminaba hacia su izquierda pero, sin embargo, iba avanzando hacia la derecha. Se paró un momento y comprobó la situación. El agujero seguía en el mismo sitio, él era el que se movía, pero por más que intentaba desplazarse hacia donde estaba su madre, solo conseguía alejarse de ella. Entonces, Miguel decidió no moverse. Pero ya no era capaz de permanecer quieto, y cada uno de sus movimientos, por pequeños que fuesen, le acercaba sin remedio al peligro. También se daba cuenta de que los gestos de su madre eran cada vez más expresivos, más elocuentes, y ahora ya eran casi desesperados. Semejaba intentar decirle que se alejara de aquel lugar, pero él no era capaz de hacerle ver que no sabía cómo conseguirlo. A su alrededor, los niños seguían tirándose el balón unos a otros, y sus padres continuaban sus paseos como si él no existiese, ajenos a la situación que estaba viviendo. Quiso gritar pero no fue capaz, y cuando intentó mirar de nuevo a su madre, sintió que se caía dentro de aquel agujero sin remedio, hacia el infinito.
En medio de esa caída, Miguel abrió los ojos de repente, sobresaltado. En su renovada visión, pudo darse cuenta de que la cerveza se había derramado sobre el colchón de su cama, alcanzando sus rodillas. También recordó que su madre llevaba diez años muerta, y que en Ourense nunca ha habido mar.
Colocó la lata ya vacía en el suelo, junto a las otras, y alargó el brazo para coger la que seguía esperando sobre la mesilla. La abrió, dio un largo trago y volvió a escuchar, expectante.
Todo el piso seguía en silencio, solitario. Su inconsciente sueño había terminado.
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