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Musical sin música: Como un torrente (Vincente Minnelli, 1958)

Publicado el 18 diciembre 2013 por 39escalones

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Una historia de soledades compartidas, de vidas desgarradas, de tristeza y de lucha por conservar la integridad y la dignidad. Y también un acertado retrato de las miserias e hipocresías de cualquier ciudad de tamaño mediano del centro de Estados Unidos. Ese puede ser el resumen de Como un torrente (Some came running, Vincente Minnelli, 1958), magnífico y poderosísimo melodrama con un cuarteto protagonista excepcional: Frank Sinatra, Dean Martin, Shirley MacLaine y el gran, gran, gran Arthur Kennedy.

Dave Hirsh (Frank Sinatra) es un soldado amargado y alcohólico que, recién licenciado tras su paso por el frente entre el 39 y el 45, regresa a su localidad, Parkman (Indiana), después de 16 años de ausencia voluntaria. Su viaje, en cambio, no lo es: su llegada a la ciudad, procedente de Chicago, tiene más que ver con una reyerta y una borrachera, y con el hecho de que un grupo de rufianes jugadores lo hayan subido al autobús que lo ha llevado a su ciudad natal acompañado de una chica de alterne, Ginnie (Shirley MacLaine), a la que ni siquiera recuerda. Como tampoco quiere acordarse de su incipiente y exitosa (para la crítica) carrera literaria; sus novelas, malditas entre los lectores, que apenas han reparado en ellas, son apreciadas sin embargo por los críticos, que veían en él a una gran promesa de la literatura. Pero la guerra, el pasado y el odio hacia sí mismo han hecho mella en Dave, que ya no piensa en escribir, sino en beber y en jugar al póker. El reencuentro con su hermano Frank (Arthur Kennedy) resucita sus antagonismos, apenas disfrazados de fingida cordialidad y recubiertos de un sordo rencor que alimenta en enfrentamiento mutuo (Frank, que tuvo que hacerse cargo de la familia prematuramente, dispuso el ingreso de Dave en un centro de internamiento para jóvenes…), y Dave, además de en su sobrina, Dawn (Betty Lou Keim), toda una jovencita a punto de convertise en una solicitadísima bella mujer, sólo encuentra refugio en la amistad de un jugador, Bama Dillert (Dean Martin) y en una joven pacata y provinciana, profesora de literatura y crítica aficionada, Gwenn (Martha Hyer). Ginnie no deja de rondar a su alrededor porque, también para esquivar a un violento pretendiente que le ha salido en Chicago, ha decidido quedarse a vivir en la ciudad, pero su amor no es correspondido por Dave, que se ha encaprichado de la profesora.

Una vez planteada la situación, el drama se desarrolla hasta alcanzar más de dos horas que en ningún momento llegan a pesar, tal es la cantidad de cosas que suceden y de momentos dramáticos brillantes que sacuden al espectador. No sólo nos encontramos con una pugna familiar hundida en el pasado, la antipatía mutua de Frank y Dave y, sobre todo, de éste con su cuñada Agnes (Leora Dana), sino también una crítica costumbrista a los modos y maneras de las pequeñas localidades americanas, personificadas en la sobrina de Dave y en sus primeros coqueteos con los chicos -o algo más que coqueteos- así como en la relación de Frank con su secretaria personal (Nancy Gates) y con su esposa, una familia próspera que encuentra en la acumulación de bienes materiales su vehículo para hacerse un lugar en la sociedad más escogida del lugar. Sin embargo, estos personajes, a pesar de su aparente autocomplacencia, están igual de varados, perdidos, que sus opuestos en la película, Dave, Bama y, sobre todo, Ginnie. Éstos en cambio, son más honestos a la hora de admitir los estrechos horizontes de sus vidas (correrías nocturnas entre tugurios, copas, partidas de cartas, compañías más que discutibles) y, si bien Bama se ha convertido en un cínico entregado a su pobre deambular sobre la faz de la tierra (eso sí, sin quitarse una sola vez el sombrero por mera superstición: él cree que le trae suerte), tanto Dave como Ginnie intentan redimirse a través del amor. A Dave su amor por Gwenn le sirve además para reencontrarse con la literatura y aspirar a retomar su carrera; a Ginnie, en cambio, su amor por Dave sólo consigue llenarla de sinsabores e ingenuas esperanzas, finalmente plasmadas en un giro del destino producto, una vez más, del desengaño y la frustración. El pesimista final de la cinta, el golpe fatal a toda ilusión por una vida mejor, por una escapatoria, es uno de los momentos más crudos y dolorosos de la historia del melodrama.

Minnelli conduce la historia con un tono que recuerda los lujosos musicales de la Metro Goldwyn Mayer. La puesta en escena, de colores vibrantes y atmósfera vitalista, ejerce un marcado contraste con la sordidez moral y emocional de los personajes, elementos que chocan especialmente en el clímax final, éste sí un tanto demasiado dilatado, detalle que le resta algo de efectividad formal (que no emotiva). Destacan, sin embargo, las interpretaciones, que van desde la suficiencia (Martha Hyer, por ejemplo, en el difícil personaje de Gwenn, constantemente perdida en su indefinición vital) hasta lo excelso, especialmente un grandísimo Arthur Kennedy, en el que se traslucen, con toda diplomacia, eso sí, las incomodidades de toda clase que el retorno de su hermano introduce en su vida, y una más que sobresaliente Shirley MacLaine (de cuyo personaje Bama llega a decir “lindezas” tan grandes como “golfa”, “puerca” y “zorra”, como si de un tertuliano de Intereconomía se tratara) en su composición de una joven ingenua, ilusa, sin un atisbo de cerebro pero con un corazón lleno de sentimientos puros, que encaja los golpes de la vida con un sereno estoicismo y llena de una fuerza interior que la mueve siempre en busca de un futuro mejor, si no puede ser junto a Dave, al menos cerca de él. El guión de Arhur Sheekman y John Patrick, a partir del novelón de James Jones, purga el exceso de episodios y logra dinamizar una trama cargada de diálogos amargos, situaciones comprometidas y enfrentamientos soterrados, encuentros y desencuentros continuos entre los personajes que continuamente cambian la perspectiva de la historia y el ángulo desde el que los personajes transitan por ella.

Todo ello con el caudoloso río presidiendo las acciones, apareciendo tras las esquinas, desde lo alto de los bosques o a través de las ventanas, un cauce que funciona como adecuada metáfora de la cantidad y el abrumador efecto del torrente de emociones que sacude este melodrama, una de las cumbres del género.


Musical sin música: Como un torrente (Vincente Minnelli, 1958)

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