Patricio, Tánger, 2014. expatriadaxcojones.blogspot.com
Lo conocí en la calle. Me habló en español. Le pregunté de donde era y cuanto llevaba en Marruecos. Me pareció simpático. Le pedí el número de teléfono. Para hacerle una entrevista. Me lo dio. Lo apunté en un papel. Lo guardé. Y se me olvidó.
Un día haciendo limpieza lo encontré. Estaba arrugado. Medio roto. Pero todavía se podía leer un nombre: Patricio. Y un número teléfono. Lo busqué en mi memoria. Lo situé. Y lo llamé. Me respondió una mujer. De fondo se oía el llanto de un bebé.
—¿Allo? —Hola. ¿Está Patricio? —¿Allo? —Patricio. Quiero hablar con Patricio. —…. —¿Do you speak english? —Francais —Je ne parle pa francais. ¿English? —¿Qu’esst que tu vu? —Pardon. Je ne parle pa francais. Lo siento. Creo que me he equivocado. —Lo intento en inglés —I think I make a mistake. Sorry.Bye
Cuelgo. ¡Mierda! Pensaba que esta vez podría ir a visitar el barrio de Boukhalef. Hace tiempo que lo intento.Pero mi único contacto se ha esfumado. Tendré que hacer otro. Continúo trabajando y al cabo de un rato suena el teléfono. Miro la pantalla para saber quien llama. Veo que se trata del mismo número. Pienso: ¡Bien! Quizás sea él. Pero no. Es un señor y, por el tono de su voz, deduzco que está enfadado.
—¿Who are you? —My name is Adaia. I’m a journalist. I’m from rom Spain but now I live in Morocco. I want to talk to Patricio. —¿Patricio? —I knew him at street. He give me this number. I call to talk with him. —¿What do you want? —I’ve already said. I want to talk to Patricio.
Y así me paso cinco minutos. Repitiendo una y otra vez las mismas frases. Mi nombre. Que soy periodista. Española. Que estoy buscando a Patricio. De Camerún. Pero el tío que hay al otro lado del cable no parece conocer a ningún Patricio ni tener ganas de ayudarme. Desconfía. Se muestra incluso un tanto agresivo. Quizás es el marido de la mujer y se ha montado alguna película en su cabeza. Como no logro entenderme con él ni tampoco tranquilizarle, vuelvo a disculparme por el error y cuelgo. Borro el número de mis contactos. Lo comentó con el Kalvo por la noche. Nos reímos del malentendido y me olvido del tema.
Pasan dos meses. Son las ocho y diez de la mañana. Estoy metiendo a Terremoto en el coche. No quiere sentarse en su silla. Como siempre. En pleno forcejeo oigo alguien que me llama.
—¡Señora!
Odio que me llamen señora. Madame. O cualquiera de sus variantes. Me hace sentir vieja. Pero me giro. Se que es a mí a quién llaman. No hay nadie más en la calle. Y entonces lo veo.
—¡Vaya Patricio! ¿Cómo estás? Te llamé un día pero me salió una mujer y …
Se ríe. Yo tampoco puedo evitar hacerlo al recordarlo. Fue tan rocambolesco.
—Tengo otro número. Te lo doy. —Te llamé para quedar. Me gustaría hacerte la entrevista. —Vale. Cuando quieras. —El día que quedemos podríamos ir juntos a Boukhalef. Hace tiempo que quiero conocer el barrio y, como comprenderás, yo sola… —Sí señora. Como quieras. —¡Que no me llames señora!
Sonríe. Le vuelvo a pedir el número. Esta vez me aseguro de que sea el suyo. Le hago una perdida. Su teléfono suena.Me despido.
—Bueno Patricio. Te dejo. Que llegamos tarde al cole. Te llamo la semana que viene y ya quedamos. —Vale. Cuando quieras. —Adiós. —Adiós.
Una semana después le estoy esperando en el bar que hay justo debajo de mi casa. Hemos quedado a las once. Para ir a Boukhalef. Antes quiero tomarme un café y, también, tantearlo un poco. El Kalvo me ha dicho que vaya con Hamid, el taxista. Yo le he dicho que sí pero no le he llamado. No quiero que Patricio piense que no me fio de él. Además, tener un guardaespaldas me incomoda. No me siento libre. Pero tampoco soy tan estúpida de meterme en la boca del lobo, así que, primero, lo invito a una Coca-Cola. Estamos en mi terreno. Después de más de una hora hablando, mi intuición me dice que esté tranquila. Puedo fiarme. Patricio es buena persona. Siempre le hago caso a mi instinto.Así que le propongo que vayamos a su barrio.
Tengo coche. Un Clío hecho polvo. De segunda mano y por el que pagué una cantidad indecente. No lo cojo. No me apetece conducir. Prefiero pillar un Petit Taxi y charlar por el camino.
Patricio me cuenta que es de Camerún. Tiene veinticinco años y está en Marruecos desde hace, aproximadamente, un año. Juega al fútbol desde que tenía trece y su intención es fichar por un equipo europeo.
—Si yo hubiera sabido como era la vida aquí no habría venido. —¿Cómo se lo tomaron tus padres cuando les dijiste que te ibas? —Mal. No querían. No hay ningún padre que pueda aceptar que su hijo haga este camino.
Me cuenta que ha atravesado varios países. Nigeria. Níger. Algeria. La mayoría del camino lo ha hecho a pie. Algunos tramos en furgoneta. Pagándole a los “paseros”. Las mafias encargadas de llevarte de un país al siguiente.
—He viajado con dos chicas. Los tres juntos. Es muy duro. Hay gente que nunca llega. Muere por el camino. Cuando alguien de mi país me pregunta les respondo siempre lo mismo: que no vengan.
Patricio me explica que la primera ciudad marroquí en la que estuvo es Oujda. Situada en el sur. En la frontera con Algeria. Allí los africanos han montado una especie de campamento para los que llegan. Lo han construido con sábanas y mantas. Puedes quedarte un tiempo. La comida tienes que buscártela por tu cuenta. Y antes de irte, pagar. La tarifa son 300 dírhams. El equivalente a unos 30 euros.
—En el campamento conocí a otro camerunés. Se llama Michael pero todos le llaman cuatro-cuatro. —¿Cómo? —Cuatro-cuatro. Como los coches, los todoterreno, porque nunca está quieto y puede con lo que le echen. —Me gusta. —Cuatro-cuatro me dijo que conocía a un chico en Tánger. Que podríamos vivir en su casa. Y nos vinimos. Ahora en el piso estamos siete hombres con una mujer y su hija.
Llegamos a Boukhalef. Es una zona periférica, alejada del centro y conocida por la gran comunidad de africanos que reside en ella. Patricio me dice que de cameruneses son, al menos, unos dos mil. Pero que hay gente de Malí, Nigeria, Costa de Ibor… y un montón de países más.
Caminamos por la calle y todos nos miran. Bueno, a mí. Seguro que piensan que soy una occidental cachonda. De esas que se buscan amigos negros para pasar un buen rato. Si no ¿qué cojones va haceruna blanquita en este lugar perdido del mundo? Me la suda. Que piensen lo que quieran.
Estamos en lo que parece la arteria principal del barrio. Patricio saluda a algunas personas. Me presenta a otras. Hay vendedores ambulantes por doquier. Las paradas, en el mismo suelo. Nos cruzamos con uno que vende ropa y zapatos usados. Otros que arreglan móviles. Un par de mujeres que venden platos de comida cocinados por ellas. En todo este tiempo, apenas me cruzo a un marroquí. Incluso el cíber café en el que entramos lo regenta un hombre negro.
—Siempre que puedo vengo aquí a hablar con mi familia. Los llamo cuando tengo dinero. Aunque sólo sean dos o tres minutos. Si no tengo dinero para llamar hablo con ellos a través del Facebook y el correo electrónico.
—¿Podemos ir a tu casa? —Claro.
Nos alejamos de la calle principal. Caminamos a través de un descampado. Cruzamos una esquina. Patricio saluda a una chica que vende dulces en la calle y se para frente a un portal. En ese momento le suena el teléfono. Se sienta en las escaleras para hablar y yo aprovecho para sacarle una foto. Me fijo en que lleva un colgante anudado al cuello. Le pregunto por él.
—Me lo regaló mi madre. Me lo han intentado comprar. Me ofrecieron 400 dírhams pero antes prefiero pasar hambre que desprenderme de él. Es lo único que tengo de ella.
Entramos en el edificio. El lugar está destartalado. Parece abandonado. Sucio. Sin luz. Subimos las escaleras a oscuras y, por un segundo, me invade el miedo. ¿Le tendría que haber hecho caso al Kalvo? ¿Me habré pasado de lista? No tengo tiempo de ponerme histérica. Patricio se detiene ante algo que supongo será una puerta y llama con tres golpes. Me dice que este es su código para entrar.
Un chico negro. De unos veinte tantos. Con trenzas en el pelo y sin camiseta nos abre la puerta. En lo primero que me fijo es que no hay muebles. Apenas luz. Solo la que entra por las ventanas. Cuento tres cuartos. Uno que imagino será el baño. Y la cocina. En ella hay una mujer. Está bañando a una niña pequeña en un barreño de plástico. Es preciosa. Calculo que tendrá entre uno y dos añitos. Lleva una especie de cordel anudado en la cintura, como si fuera una especie de pulsera. Me mira y sonríe. En el suelo hay como treinta garrafas de agua. De cinco litros. Son de plástico. Patricio me dice que no tienen agua corriente. La van a buscar a una fuente cercana, por eso las necesitan. Para transportarla.
Nos sentamos en la única habitación que hay. La única que veo iluminada. En el suelo, un colchón. Botes de leche en polvo. Maletas. Ropa. Un cargador de móvil. Ningún armario. Ni una sola mesa. Tampoco sillas o estanterías. Patricio me presenta a Cuatro-cuatro. Va muy bien arreglado. Con un jersey granate. Bien afeitado. Se lo comento.
—¿Cómo es que los africanos vais siempre tan elegantes?
Los dos se miran y ríen.
—Es que para nosotros el aspecto es muy importante. Esto lo traemos de nuestro país. Quizás no tenemos para comer pero nos gusta vestir bien. —¿Qué hacéis para ganaros la vida en Marruecos? —Lo que sea. Conseguir un trabajo sin tener papeles es muy difícil. Además, los marroquíes son muy racistas. Vamos al mercado, llevamos las bolsas a cambio de unos dírhams. Ayudamos a algún colega que nos lo pide. Yo, por ejemplo, conozco a un chico que vende fruta. Lo ayudo. Me paga dos euros por día trabajado. —Dos euros no es mucho… ¿Y las mujeres? ¿Qué hacen? —Pedir limosna y vender su culo. Todas son putas.
Por una vez me he quedado sin nada que decir. Bajo la mirada al suelo. Él se da cuenta y continúa hablando. Me explica que no pagan alquiler. La casa es de un chico que ahora vive en Alemania. Creo que la han ocupado ilegalmente. La luz la tienen pinchada. Solo tienen que preocuparse de comer. Comer y ahorrar para cruzar a Europa. Este es el objetivo de todos ellos.
—Nacer en África es tener mala suerte. Todo son problemas. No hay nada. Nada de nada. Nosotros, al menos, tenemos casa. Aquí en Boukhalef hay mucha gente que no tiene ni para pagar el alquiler. Duermen en los tejados. Y ahora viene el invierno... El frío. Y sin una manta… es imposible dormir. Te pasas la noche con los ojos abiertos.
—¿Y a ti dónde te gustaría ir? —A Europa. —¿Pero dónde? ¿A qué país? —A España. Hablo español. Tengo amigos allí. Quiero jugar al fútbol. —Pero eso es muy difícil… —Tengo un amigo que cruzó hace poco y ahora está jugando de reserva en un equipo de segunda división.
No sé si se lo cree o es que necesita creérselo pero dudo mucho que esto pueda ser verdad. Lo primero que necesita son papeles. Indocumentado, en España, no puedes hacer nada. Y menos jugar en un equipo de futbol.
Le pregunto si conoce gente que haya saltado la valla de Ceuta o Melilla. Me contesta que muchos.
—He visto las imágenes en la tele ¡Qué cojones! —Sí. Hay que tener cojones. Yo no los tengo. No quiero que me rompan las piernas. Prefiero ahorrar y irme de otro modo. No hay absolutamente nada que me guste de Marruecos. Nada que me haga quedarme. Quiero irme de aquí.
Nos despedimos de la gente y salimos de la casa. Patricio me quiere enseñar un sitio. Un lugar donde se juntan. La mayoría de sus amigos son cristianos y, cuando pueden, les gusta encontrarse. Tomarse unas cervezas y pasar el rato charlando.
Caminamos apenas cinco minutos. Llegamos a otro edificio. Mejor conservado que el que acabamos de dejar. En el bajo, una puerta. Patricio llama. Nos abre un chico. Me mira sorprendido. Yo pongo mi mejor cara. Dentro suena música africana y huele a comida rica. Entramos al comedor. Está limpio y arreglado. Con unos sofás inmensos, mesillas bajas y un equipo de música. Este piso funciona como un bar. Ilegal, pero bar al fin y al cabo. Y lo tienen bien montado. Sirven cervezas grandes a dos euros y platos de comida a solo euro y medio.
Patricio me apunta nombres de cantantes y grupos cameruneses en la libreta. Charlamos de esto y de aquello. Le propongo venir otro día con la cámara. Le pido que pregunte a sus colegas. A ver si me dan permiso para grabarlos. Y, no sé muy bien cómo, acabamos hablando del senegalés que murió a machetazos hace tan solo unos meses.
—Un grupo de marroquíes salía de la mezquita. Gritaban: viernes de sangre y de yihad. Se cruzaron con un grupo de los nuestros. Los persiguieron por la calle. Iban armados con cuchillos. El chico se refugió en una casa pero entraron y lo degollaron allí mismo. En el portal. Fue una noche horrible. La policía no hizo absolutamente nada para protegernos. Estuvimos desde las once de la noche hasta las once de la mañana en la calle. Luchando. Defendiéndonos como podíamos. Hubo muchos heridos.—Lo leí en internet…debió ser horrible…no me lo puedo ni imaginar.—Hicimos una colecta para mandársela a la familia. Lo peor es lo de su hermano pequeño. Ha perdido la cabeza. Desde ese día no es el mismo…—Que putada…—Al día siguiente salimos a la calle. Para que todos supieran lo que había pasado.
Y entonces lo recuerdo. ¡Tengo un vídeo! Lo hizo mi amiga Sonia desde el coche. Con el móvil. Se iba a la playa con su familia y se encontraron con el percal. Como sabe que estoy con lo del blog me lo mandó enseguida. Para que hablara de ello. Pero en ese momento no había información. No sabíamos que cojones había pasado. Y yo no quise colgarlo sin contextualizar. Pero lo guardé. Todavía lo tengo. Es éste. Gracias Sonia. Gracias Patricio por dejarme contar tu historia.