Sólo leí dos libros durante el servicio militar: las memorias de Pablo Neruda y Valor de ley de Charles Portis, porque tenía un gran recuerdo de la versión cinematográfica de 1969, dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por John Wayne (el único Oscar de su carrera). Poco más había para escoger en la biblioteca del destacamento. Ahora que he visto la versión de los Coen coincido con ellos en que no es solo una novela del Oeste, sino un clásico de la literatura al estilo de La flecha negra (mi libro de aventuras favorito de todos los tiempos) que casualmente está ambientado en el oeste americano. Un argumento más cerca de determinadas constantes del relato universal que del típico conflicto entre cuatreros.
Para empezar, los Coen poseen un amplio historial de fascinación por las historias fronterizas que comenzó con Fargo (1996), explotó con No es país para viejos (2007) y que ahora --con Valor de ley (2010)-- aterriza de pleno en el género que latía tras las otras dos. En segundo lugar, la escrupulosa adaptación de la novela de Portis potencia precisamente el aspecto que el western suele ocultar por innecesario y/o inconveniente: el contexto histórico y la zafiedad humana. En el cine del Oeste los duelos, las persecuciones, los tiroteos y las peleas eran lo principal; la ambientación era un mero requisito de situación. En cambio, Valor de ley retrata fielmente un país todavía en manos de ladrones, aprovechados y matones en el que la justicia se abre paso gracias a tipos que la defienden por dinero, como Rooster Cogburn (un Jeff Bridges que sigue interpretando a la perfección al perdedor de Corazón rebelde). Un cazarrecompensas que de pronto se ve acompañado de los dos grandes aciertos de la historia: un ranger de Texas demasiado estirado y pardillo (Matt Damon) y una niña de catorce años cabezota y obsesionada con vengar a su padre (Hailee Steinfeld). Estos dos vértices del triángulo aportan humor y un punto de vista más allá de la bravuconería testosterónica propia del género, y convierten la novela y la película en una aventura verosímil, no en una simple misión de audaces crepusculares.
Como buen clásico, la versión de Hathaway explotaba audazmente el lado cómico del ranger a la vez que ocultaba las miserias más evidentes de un tipo como Cogburn. Los Coen han preferido extirpar la capa brillante que hay en la superficie de todo género y mostrar a los personajes como podrían ser: egoístas, ignorantes, mojigatos, ingenuos y crueles, pero también íntegros y humanos a veces; sin dejar que uno u otro rasgo se identifiquen con un único personaje. Pero el mayor acierto a mi entender es la forma elegida para narrarla: eliminando toda épica cinematográfica, porque la historia funciona perfectamente sin ella. Basta con encadenar sin rodeos ni florituras cada secuencia para que la tensión y la intriga enganchen al espectador. Y otro detalle que al principio no supe identificar: prescindir al final de cada escena de cualquier toque o detalle que huela a sentimentalismo, a balance vital, revelación o concesión al drama barato; el recurso más habitual cuando un filme pretende añadir épica a la narración. Esta renuncia incluye omitir un determinado tratamiento de la violencia y la crudeza, un elemento que sí suele formar parte del estilo Coen; lo cual da la medida de hasta qué punto se han sabido adaptar a las necesidades de un argumento que es algo más que un western.
Creo que Valor de ley está entre las favoritas de los Oscar porque se la considera un buen western, no por es esfuerzo que ha supuesto para los Coen enfrentarse a un gran original literario con una versión cinematográfica previa de buen nivel. Da igual: desde ambos prejuicios se puede disfrutar sin problemas.