Los hombres intentaron subastar la Navidad, venderla al mejor postor, y crearon un sucedáneo de marketing económico y religioso.
Quisieron convertir el pesebre de Belén en un centro comercial de sonrisas superficiales que ocultasen el frío, el dolor y la soledad, y surgió un teatro de luces brillantes.
Sustituyeron el oro, el incienso y la mirra por comidas opíparas, alcohol, y cocaína, y se encontraron en un laberinto artificial sin salida a la realidad.
Cambiaron el coro de ángeles por dvds, a los pastores por programas de cotilleo en la televisión y a los sabios de Oriente por adivinos; y se encontraron en un mundo vacío.
Tampoco hallaron a un matrimonio joven en el establo. Se divorciaron poco antes, por conflictos personales. Él no confiaba en ella, discutían, había habladurías. Cada cual fue por su camino a empadronarse.
Y, era previsible, no nació ningún niño. No fue complicado abortar. Ella se encontró con que fue la primera y única opción que le ofrecieron. Fácil, sencilla, eliminando los incómodos problemas de la responsabilidad de ser madre en circunstancias difíciles.
Y se quedó una Navidad que era un sucedáneo comercial, superficial, consumista, virtual, sin familia, sin niño... una cáscara que quería ser hermosa pero terriblemente cuarteada y vacía.
Aún así, continuaban cada año recordando que un día, en medio de la pobreza, en un lugar con soledad, incomprensión, incomodidades y problemas, la realidad del ser humano cambió paras siempre, teniendo una fuente de fe, ezperanza y amor en cualquier situación.
En la historia real no hubo sucedáneos en Belén. La fe en Dios de una familia unida frente a la adversidad, que se amaba, rodeó el nacimiento de un niño. El fue el eslabón que unió a pobres y a ricos, a ignorantes y a sabios, a desconocidos y compañeros.
¿Un sueño? Aquel niño vivió y murió defendiendo que el ideal de la Navidad era Él mismo, el Hijo de Dios, el camino, la verdad, y la vida que venció a la muerte. O era un loco, o un mentiroso, o realmente Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros con el nombre de Jesús, nacido de una virgen.
Es hora de utilizar el recuerdo dormido, adulterado, borroso, de lo que ocurrió aquel día. Que alcemos la voz y digamos, como profetizó Isaías cientos de años antes de que se cumpliese su anuncio.
Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel (…) Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre . (Isaías 7:14; 9:6-7)
¿Un milagro ? Cierto, porque justo eso es lo que Dios pensó que era lo único que podría salvar al ser humano, y cambiar nuestra sociedad. Un milagro que sólo el amor y la gracia de Dios podían obrar. Porque finalmente la fe no es creer sólo en la razón que nos ha llevado a una Navidad falsa, sino creer en el milagro de Dios que hizo real la genuina Navidad.
¿Quieres tú creer? © Protestante Digital 2011