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Navidades en Hollywood y Nueva York: el ‘chismódromo’ de las estrellas

Publicado el 18 diciembre 2024 por 39escalones
Navidades en Hollywood y Nueva York: el ‘chismódromo’ de las estrellasÁrbol de Navidad de la mansión de Harold Lloyd -vista, por cierto, en El padrino (The Godfather, Francis F. Coppola, 1972), propiedad del productor que encuentra en su cama una cabeza de caballo-, toda una atracción de las fiestas navideñas de Hollywood; llegó a ser tan inmenso, y costaba tanto tiempo montarlo y desmontarlo cada año, que terminó siendo una instalación fija.

LAS FIESTAS NAVIDEÑAS DEL HOLLYWOOD DE LOS 40 DONDE TODO VALÍA Y TODO PODÍA PASAR

(Artículo de Gonzalo Ugidos, publicado en el diario El Mundo el 20 de diciembre de 2021)

Las crónicas de las Navidades de los años 40 en Hollywood y Nueva York reflejan los excesos de fiestas en las que todo valía y todo podía pasar. La White Christmas no solo era blanca por la nieve, sino por la cocaína y la mala leche de las gossip girls.

Las Navidades son como los coches y las vacaciones: las hay de ricos y de pobres. Y luego, claro, están las de los megarricos, que en los años 40 las vivieron como si fueran las últimas: tirando la casa por la ventana y la farlopa por la nariz mientras Bing Crosby cantaba White Christmas y Dean Martin le llevaba la contraria entonando Blue Christmas. Ninguno de los dos acertaba del todo, para aquella tribu babilónica la Navidad era mitad rubia como el champán, mitad sonrosada como la langosta. Y a veces gris oscura, casi negra como el caviar y la resaca.

En Hollywood, sirenas de belleza turbadora pero desprovistas de alma deambulaban por clubes calentitos como el Brown Derby, el Drag Club Flamingo o el Cock and Bull del brazo de caballeros de etiqueta, desalmados también. Parecían polillas en busca de la luz en los suburbios de Sodoma. En ese Belén orgiástico y perfumado, los chismes de Louella Parsons, Elsa Maxwell y Hedda Hopper -las primeras cotillas de la industria del celuloide-, con sus plumas mojadas en vitriolo, hacían temblar el all star hollywoodiense. Esas gossip girls deglutían reputaciones junto con la cena en los it places de moda: el Avdeef’s, el Arizona Inn, el Biltmore y por ahí seguido.

Elsa Maxwell llamaba a Katharine Hepburn «un cráneo bellamente peinado» y cuando preguntaban a Hedda Hopper por qué publicaba tantas infamias, la chismosa era impertinentemente franca: «Bitchery, darling» (Por putear, querido).

En la década de 1940, Hollywood era Babilonia, una gran macedonia de flores del mal. Errol Flynn iba diciendo por ahí que le gustaban «el whisky viejo y las mujeres jóvenes». En la Navidad de 1943, salió absuelto de un juicio por violar presuntamente a dos adolescentes. Falta de pruebas, alegó el jurado; pero todo el mundo sabía que la falta de pruebas no era prueba de inocencia.

Los clientes de Madame Lee Francis

Cuando Santa Claus llegaba a la ciudad, el actor -que había triunfado en El capitán Blood y La carga de la brigada ligera– se ufanaba en los saraos de tocar el piano con cierta extremidad que tenía entre las piernas. No solo en Navidad frecuentaba Hacienda Arms Apartments, un complejo residencial en Sunset Strip que albergaba la Casa de Francis, uno de los burdeles más populares de Hollywood, llamado así por Madame Lee Francis, quien más de una Nochevieja tuvo que ordenar a sus gorilas que sacaran a famosos por no respetar con sus borracheras el inevitable canto del Auld Lang Syne con las manos enlazadas en torno al calor.

Además de Errol Flynn, Clark Gable y Spencer Tracy, otros nombres above the titles eran clientes habituales. Incluso Joseph Von Stroheim (sic; el autor confunde a Erich Von Stroheim con Josef von Sternberg) que, para seguir con la fiesta, convertía el plató en un abracadabrante burdel con lumis de todas las razas, cada una de ellas con su especialidad erótica: el depravado austrohúngaro no era muy de villancicos. No todos los clientes de Lee Francis eran hombres: Jean Harlow y Barbara Stanwyck iban a menudo por allí.

La peña homosexual femenina giraba en torno al Allegro y al Mary’s, un nightspot en el Strip. The Balcony, el BBB’s Cellar y, sobre todo, el muy chic Cafe Gala, lindante con las residencias de Cole Porter y Cecil Beaton en Sunset Boulevard, eran en Nochevieja los meeting points tanto de los gais con estatus como de los vips de la industria de Hollywood. Con un barniz de respetabilidad, una fachada no demasiado queer y un interior con vistas a las luces parpadeantes de la ciudad, el Gala había sido el local favorito de Greta Garbo antes de hacer mutis por el foro. Le gustaba el ambiente y aquel toque de decoración early homosexual.

Fiestas en el Cocoanut Grove

Howard Hughes (que en los 40 no había desarrollado aún el trastorno obsesivo-compulsivo que lo quitó de los focos) no solo era el Elon Musk de aquellos años, sino también uno de los tipos más marchosos de costa a costa. Cuando llegaba el tiempo de los villancicos, animaba con su sola presencia las farras del Cocoanut Grove, el club nocturno del Hotel Ambassador, en el que coincidía con Gloria Vanderbilt, Ginger Rogers, Rita Hayworth o la debutante Ava Gardner. Con todas ellas tuvo love affairs.

También con Zsa Zsa Gabor que, aunque admiraba su talento y el tamaño de su chequera, prefería las habilidades de Porfirio Rubirosa, otro habitual de las Navidades tórridas del Cocoanut. Todo el mundo de la jet set estadounidense y europea llamaba Rubi a este dominicano, que era el macho alfa entre los playboys sin fronteras. Famoso por sus legendarias proezas sexuales, entre sus cónyuges se encontraban dos de las mujeres más ricas del mundo: Barbara Hutton, heredera de los grandes almacenes Woolworth, y Doris Duke, heredera de la tabacalera American Tobacco.

Bajo las palmeras falsas del Cocoanut, donde colgaban cocos de papel maché y monos artificiales con ojos iluminados eléctricamente, Doris Duke recibió el año 1941 con una corte de celebrities entre las que Louella Parsons pudo ver a Charlie Chaplin, Carole Lombard, Claudette Colbert, James Cagney, Sinatra y Bing Crosby.

En busca de los excesos

Aquellos happy few iban ciegos de champán o de gin-fizz y se movían como libélulas suspendidas en el aire al ritmo de las big bands de Glenn Miller y Artie Shaw (exmarido de Lana Turner que acabaría casándose con Ava Gardner). Aquella Nochevieja, coristas escasamente vestidas, camareros cantantes, malabaristas, acróbatas y cuatro orquestas reconciliaron a los invitados con su efímera condición de divinos mortales. La entrañable Navidad les recordaba que todo fluye hacia el desencanto; por eso -porque experimentaban horror al vacío- buscaban el exceso y se retorcían, como en medio de las llamas, en saraos de los que emergían con los ojos turbios y el aire de haber pasado una temporada en el infierno.

Los escándalos de lujo y de lujuria de aquellas noches navideñas solían ir más allá de la mera fascinación del público y a John Edgar Hoover, director del FBI, no se le escapaba ninguno de los asuntos sórdidos que protagonizaban en la vida real algunos de los ídolos del star system.

Lejos de su esposa Millicent, Randolph Hearst vivía a tiempo completo en California con su amante Marion Davies. La pareja daba fiestas temáticas navideñas en su mansión de Beverly Hills, un castillo de estilo abigarrado. Salvajes y extravagantes, las recepciones de invierno de la Davies no solían perdérselas Jean Harlow, Gloria Swanson, Charlie Chaplin, Carmen Miranda o una Tallulah Bankhead cargada de diamantes de DeBeers.

Tallulah y sus amantes

Tallulah Bankhead, aunque era principalmente actriz de teatro, se convirtió en un símbolo de la extravagancia de Hollywood. A Tallulah simplemente no le importaba lo que dijeran de ella, incluido su padre, presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. Se daba a las drogas y al alcohol y no lo ocultaba. Era tan desinhibida como para confesar que había aceptado un papel en la película Entre la espada y la pared solo para poder acostarse con Gary Cooper. Aunque ella lo dijo con menos remilgos, solía usar una palabra que empieza por f.

Jugaba a dos bandas y entre sus amantes estuvieron Marlene Dietrich, Greta Garbo y Hattie McDaniel, la Mammy de Lo que el viento se llevó. Su padre le advirtió que evitara a los hombres y el alcohol, pero como nunca le dijo nada sobre las mujeres y la cocaína ella se aprovechó.

El ambiente en la Gran Manzana

En la costa Este, olvidadas las intemperies veraniegas de Long Island y los Hamptons, cuando se encendían las luces del árbol del recién inaugurado Rockefeller Center, la gente guapa de Nueva York se metía en un torbellino de cocktail-parties y románticos rendez-vous que petaban el Morocco, el Embassy, el Stork Club, los vestíbulos del Plaza, el St. Regis y el viejo Ritz-Carlton, donde el All Manhattan libaba martinis y despellejaba a los ausentes mientras, entre bouquets de lirios cala, devoraban ensalada de langosta, mini quiches de piña envuelta en tocino y tartar de salmón ahumado con alcaparras y eneldo sobre pan de centeno.

La Guerra Mundial estaba dejando el mundo hecho unos zorros, pero a los nacidos con una cuchara de oro en la boca les sobraban amortiguadores para los tiempos difíciles. Los cachorros de la upper upper class se veían a sí mismos como superhéroes inmunes al fin del mundo. Sobre todo, la megarrica Barbara Hutton.

Esta pobre-niña-rica tuvo una infancia atormentada y descubrió que «vivir bien es la mejor venganza». Trató a los joyeros de lujo Cartier, Van Cleef y Arpels como otros trataban con los dependientes de las tiendas de a diez centavos Woolworth, propiedad de su abuelo. Su biografía estuvo escoltada por un consorcio de parásitos aduladores: playboys, títulos europeos, tipos quebrados de Hollywood, uno o dos maharajás, un jeque, varios pares ingleses y unos pocos vagabundos del tenis. Podía tener cualquier cosa, y por eso se dedicó a comprar maridos. Al final, fueron siete. Su amigo el modisto Oleg Cassini decía que los matrimonios de Barbara «estaban exentos de sexo y sus historias sexuales exentas de amor».

Los apellidos y el dinero de siempre

Junto con el Morocco y el Stork Club, el Waldorf era otro de los hotspots en Nueva York. Allí, mientras su amiga, y competidora entre los hombres, Doris Duke celebraba la Nochevieja en la costa Este, Barbara recibía a los Vanderbilt, Astor, Woodward, Guggenheim, Morgan, Rockefeller y demás apellidos del old money. Ellas, resplandecientes con sus lorgnettes antiguas, tiaras de brillantes y capas de armiño; ellos, con corbata negra o blanca. Una legión de camareros descorchaba botellas de Fleur de Champagne de Perrier-Joüet, abría latas de caviar Sevruga y servía una cena amenizada por la orquesta de Count Basie, que entretenía a aquella muchedumbre extravagante de multimillonarios y magnates, princesas errantes, crooners melosos y divas como Marlene Dietrich. La flor y nata, vaya, de la aristocracia de Nueva York codo con codo con los nombres más representativos de la bohemia chic. El dinero de la Hutton era redondo y se iba rodando.

Mientras su marido celebraba las Navidades en California con su amante Marion Davies, Millicent Hearst, la mujer del legendario magnate de la prensa, daba cenas para cien en su enorme triplex en Riverside Drive, donde los invitados veían caer la nieve en polvo sobre el Hudson mientras tocaban en vivo Cole Porter o George Gershwin o sonaban en la gramola villancicos de Dean Martin, Louis Armstrong o Bing Crosby.

En vísperas de la Navidad de 1944, se suicidó la actriz mexicana Lupe Vélez, que había estado casada con Johnny ‘Tarzán’ Weissmüller. En el Examiner, Louella Parsons describió con morbo impúdico su cadáver: «Jamás Lupe había estado tan bella. Como si estuviese dormida, una lánguida sonrisa parecía acoger sueños secretos».

Guerra en Europa, euforia en California

La guerra continuaba en Europa y en su avance hacia Berlín seguían muriendo los soldados. En Hollywood, el Gobierno cerró decenas de locales pero en el Biltmore, Gotham, Musso-Frank’s o La Maze, las Navidades siguieron siendo blancas, no por la nieve sino por la cocaína que reseteaba los cuerpos estragados por el alcohol y los espíritus anegados por la decadencia que, en una cruzada moral más hipócrita que decente, denunciaban las gossip girls.

Aquel demi-monde radiante y tenebroso al mismo tiempo colapsó, ya es solo un recuerdo en sepia de un tiempo y de unos tipos que no eran muy de la Navidad del Evangelio, preferían la Sodoma del Antiguo Testamento.


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