La hermana Adriana es pequeña y vivaracha. Hace dos años, las superioras de su comunidad decidieron que debía ponerse al frente de la casa de Milla 91. Ella seguramente apretó los dientes, entrecerró los ojos y asintió muchas veces con la cabeza. Sabe como nadie bandearse entre los locales: da los besos justos a los niños, no le tiembla la voz para dar una orden con una sonrisa y se gana el respeto y la confianza a partes iguales. Tiene una obsesión: que los habitantes de Milla 91 se olviden de esa maldita diferencia entre negros y blancos.
-Sister, you’re opoto. [Hermana, tú eres blanca].
-No, no! Look my eyes [Mira mis ojos] -dice señalándoselos y poniendo su cabeza a la altura del pequeño-.What colour are they? [¿De qué color son?].
-Black. [Negros].
-So, I’m black. [Entonces, soy negra].
-(…)
-And if you see very deep, I’m black. [Y si miras muy dentro, soy negra].
Luego, entre ellos cuchichean: “La hermana es negra por dentro”.
El Gobierno abastece de uniformes a todos los niños escolarizados.
Tres niñas posan en los jardines de la Clínica Nuestra Señora de Guadalupe, en Milla 91.
Niños en una escuela de Madina, una villa a media hora de Milla 91.
Lizbeth, la niña de la derecha, tenía conjuntivitis. Le lavaron los ojos con aceite de palma. Vive con su madre, que es enfermera, su abuela, que es maestra en una guardería, y varios de sus hermanos y primos. A la más pequeña, los blancos le dan miedo.