Revista Cultura y Ocio

Neil Young: El Cadillac amarillo

Publicado el 04 noviembre 2015 por Portman918 @ecosdelvinilo
"Toast tiene algo y tal vez sea mejor de lo que recuerdo"Neil Young: El Cadillac amarillo
[Ricardo Portmán] @ecosdelvinilo

La vida del canadiense Neil Young bien podría medirse en canciones y automóviles. Esto es lo que constatamos en su serie de libros autobiográficos de los últimos años, que empezó en El Sueño de un Hippie (Malpaso, 2014) y ha tenido su continuidad en Super Deluxe: Mi vida al volante (Malpaso, 2015). En sus páginas tenemos un amplio muestrario de anécdotas musicales -y no musicales-, además de ilustraciones del propio Neil e historias enlazadas con su amor por los motores. Son 69 los años de Young, pero que dan para llenar varias vidas. Compartimos el capítulo 37 de Super Deluxe, que nos lleva a los días de aquel disco maldito llamado Toast y sus obsesiones alrededor del cambio climático.

Neil Young: El Cadillac amarillo

"En 2001 vivíamos en San Francisco en un apartamento de Green Street. Era un lugar precioso con vistas a la bahía de San Francisco y a Alcatraz. Desde la mesa de la cocina veíamos los cargueros y pe­ troleros yendo y viniendo. Cada apartamento ocupaba una planta. Nosotros estábamos en la novena y las vistas eran espectaculares desde todas las habitaciones. El ascensor llevaba a un pequeño ves­tíbulo con una puerta que daba al apartamento. Habíamos colgado la bandera de Estados Unidos en una de las paredes del vestíbulo. Amber era una artista en ciernes e iba al instituto. Desde el apartamento era mucho más fácil llevarla que desde el rancho, que estaba muy lejos. Vivir en la ciudad era emocionante porque siem­pre había cosas que hacer y lugares a los que ir, lo que nos mantenía bien entretenidos. Aunque echaba de menos el rancho, se trataba de un cambio que me vendría bien. En el salón del apartamento había una chimenea y yo solía acu­rrucarme en el sofá con un libro mientras el fuego rugía con la leña que habíamos traído del rancho y que guardábamos en el sótano. En una de las paredes había una fotografía de Amber con un som­brero de copa.

Pegi y Amber estaban encantadas con el apartamento. Amber tenía un dormitorio repleto con sus cosas de adolescente de institu­to y adornos metálicos de los años treinta que habíamos encontra­ do en una tienda de antigüedades. Pegi y yo nos lo pasamos bien comprando alfombras y muebles antiguos, y ella decoró el aparta­ mento para que resultara tan acogedor como el rancho. Casi todos los fines de semana íbamos al rancho. Estaba grabando un disco con los Crazy Horse en los estudios Toast, ubicados al sur de Market Street, en un barrio bohemio en el que se estaban construyendo muchos edificios nuevos producto de la burbuja de las puntocoms. Estaba gastando dinero a espuertas y todo cambiaba muy rápido. Los estudios Toast estaban a la venta y, por lo que parecía, no durarían mucho allí. 

Todo era temporal, incluidos los Crazy Horse. Las sesiones no estaban saliendo bien. Aunque sonábamos bien a ratos y la música era emotiva, no era feliz ni estable. Era voluble, con influjos de jazz. Coltrane había grabado allí algunos de sus primeros clásicos y lo notábamos. Había una puerta trasera metálica que daba a un calle­jón en el que solíamos fumar durante los descansos. Por la noche íbamos a cenar juntos a un restaurante de Market Street, luego vol­ víamos a los estudios y tocábamos de nuevo en busca de la magia que siempre nos había acompañado. A mitad de las sesiones fuimos a Sudamérica para tocar en el festival Rock in Rio. Antes de partir tocamos en el Warfield Theater de San Francisco a modo de ensayo. Los Grateful Dead habían to­ cado muchas veces allí. En el lateral del edificio, a la altura de la puerta del escenario, había varios cuadros de Jerry Garcia. Tuve la impresión de haber llegado tarde y de haberme perdido algo im­ portante. Allí se había celebrado algo que no había vivido. Fuimos a Brasil para participar en el Rock in Rio y luego viaja­mos a Argentina. El público estaba entregado. Pegi y mi hermana Astrid, hija del segundo matrimonio de mi padre, cantaban con no­sotros y sonábamos de primera. Astrid había estado en Los Ángeles, donde había grabado un par de discos de rock duro. Era raro que alguien cantara con nosotros y a ratos estábamos un tanto incómo­dos, pero en general salió bien y dimos caña. Cuando regresamos a los estudios Toast, habíamos recargado las pilas y grabamos un tema titulado «Gateway of Love». Grabamos algunas canciones buenas como «Mr. Disappointment» y «Quit», pero al final me di por vencido y abandoné el proyecto. Al igual que en el plano personal, donde estaba teniendo serios problemas conyugales, echaba algo en falta. No estaba satisfecho o puede que estuviese insatisfecho en general. No lo sé. Fue un disco desolador que quedó sin resolver. Es un proyecto del que prefiero no hablar. El disco se llamaría Toast. Era muy profundo y emotivo. Toqué la guitarra como si fuera una trompa para producir un sonido triste. Ralphie, Billy y Poncho dieron lo mejor de sí. Tal vez sea una joya. Los fantasmas de Coltrane y sus músicos estaban presentes en aquellos estudios. Fue una experiencia espiritual, casi deprimente. Echaba de menos a Briggs, eso lo tenía claro, aunque contábamos con Hanlon, quien había conseguido que el disco sonara de primera. Nadie tenía la culpa. Toast tiene algo y tal vez sea mejor de lo que recuerdo. Sigue inédito, a la espera de que su poderoso sonido envolvente se libere en una galería de arte con cuadros de mis amigos. Será una sala enorme con altavoces en las cuatro esquinas y un altavoz de graves debajo de una mesa grande en el centro de la sala en la que las jarras de agua vibrarán y originarán olas. Habrá mujeres guapas con sombreros grandes fumando cigarrillos de los años cuarenta, hablando con jóvenes airados sobre arte y música. Todos mis ami­gos estarán presentes. Carl también vivía con nosotros. Era una mezcla de perro cobrador y caniche. Nos lo regaló un amigo de Amber cuando era un ca­chorrito de cuatro meses. Todavía vivíamos en el rancho y cuando jugábamos con él en el jardín siempre tenía energía a raudales. ¡Sa­bía correr de lado! Si estaba corriendo a toda velocidad y se volvía para atrapar algo que le habíamos tirado, seguía corriendo pero de lado. Era increíble. Esa proeza debería pasar a los anales de la histo­ria de los perros. Pegi lo llamó «Carl, el sabueso cariñoso». Todo el mundo elogiaba su porte. Era un perro muy especial, afectuoso y dado a la aventura. Fuimos afortunados de que nos acompañara en nuestros viajes por el mundo. Cuando vivíamos en Green Street, a veces lo sacaba a pasear para que hiciera sus necesidades y Amber nos acompañaba. Me en­ cantaban esos paseos con Amber. Eran un momento perfecto para hablar tranquilamente. Una vez estábamos caminando mientras hablábamos y reíamos y, de repente, nos topamos con una vista magnífica: un Cadillac Eldorado Biarritz enorme de color amarillo claro a la venta por 2.500 dólares. Observé sin prisa la lujosa tapice­ ría de piel blanca y el techo de vinilo. Saltaba a la vista que estaba en buen estado, con apenas algunos indicios de óxido. Era un modelo de 1978 con tracción delantera y un motor V8. Un motivo de Cadillac adornaba el gigantesco capó. Era un co­che de lujo. Me quedé prendado en el acto, al igual que Amber. Era una pasada de coche. Esos coches enormes ya no se estilaban por el precio de la gasolina, a 48,34 céntimos el litro, y por lo mucho que contaminaban, pero me daba igual. Tampoco me preocupaba el casi medio kilo de CO2 que emitía a la atmósfera por cada kilómetro recorrido. Era una obra de arte. Anotamos el número de teléfono del vendedor y proseguimos el paseo con Carl. Llamé y quedé con el propietario para probar el coche. Fui con Amber hasta el aparcamiento de un Safeway en el cen­tro de la ciudad, donde había quedado con el dueño del Cadillac. Al principio me pareció raro que no hubiésemos quedado en casa del propietario, pero luego caí en la cuenta de que no habría sido segu­ ro para nadie. No era sensato dar la dirección de casa a un completo desconocido. Estaba claro que el mundo había cambiado mucho desde mi infancia. Llegamos al aparcamiento del Safeway. El propietario estaba de pie junto al coche y me acerqué para saludarle. Me explicó que el coche funcionaba bien, pero que no tenía la potencia que le tocaba, lo cual se notaba sobre todo en las subidas. Le pagué en metálico tras dar una vuelta a la manzana. Me parecía que estaba bien y con­duje de vuelta al apartamento. Fue el último coche que compré que consumiese mucho combustible. Amber estaba emocionada y sali­mos a dar una vuelta. A la mañana siguiente la llevé al instituto en el Cadillac. Era nuestro coche, lo habíamos encontrado juntos. Siempre que voy a algún sitio con Amber lo hago en ese Cadillac Eldorado. Me gusta recordar que lo encontramos juntos ese día pa­seando a Carl. Poco después lo llevé a los estudios Toast y se lo enseñé a los Crazy Horse. Ya les había hablado del Cadillac amarillo que había encontrado con Amber. «¡Es blanco, no amarillo!», me dijo Billy. ¡Estaba en lo cierto! Supongo que los colores del atardecer y el que sea daltónico hicieron que me pareciera amarillo claro, y la verdad es que todavía hoy me parece que es blanco marfil. Abandoné el proyecto Toast porque me desgastó. La música es así. Tal vez Toast sea un buen disco. Si lo es, aguantará el paso del tiempo. Poco después grabé algunas de las canciones de Toast con Booker T. y Duck Dunn de los Booker T. and the MG’s en los estu­dios Site, en el condado de Marin. Todos los días iba a las sesiones en el Eldorado y, de camino, pasaba por el rancho Skywalker de George Lucas. Fue genial tocar con Booker, Duck Dunn y Steve Potts. Aunque no me gustaba contaminar y notaba los gases del motor, estaba encantado con el coche. Cuando Amber tenía diecisiete o dieciocho años pensamos que había llegado el momento de que se sacase el carné de conducir. No le habíamos metido prisa y ella se lo tomaba con calma, no se sentía preparada. Le di algunas clases en el rancho y, por supuesto, con­dujo el Eldorado. Las pistas son muy estrechas, algunas con caídas pronunciadas, y hay que ir con tiento. Pensé que si lograba condu­cir el Cadillac luego cualquier otro coche le resultaría más fácil. Íba­mos hasta el granero y volvíamos, dábamos vueltas e íbamos mar­ cha atrás, y al final cruzó todo el rancho. Mejoró mucho en apenas un par de semanas. Elevaba el asiento y se sentaba bien erguida tras el volante para ver por encima del capó. Se había dado cuenta de que a veces el capó le impedía ver la carretera, sobre todo cuando llegaba a lo alto de una colina. Le dije que mirase el lateral de la carretera por la ventanilla y que perma­neciese cerca del borde, y así se aseguraría de que siempre estaba en la calzada. Le costó un poco, pero momentos como aquél nos unían. Fue una experiencia inolvidable. Ahora tiene un Prius y no creo que quiera conducir el Cadillac, pero tendré que preguntárselo. Amber es una conductora muy responsable y prudente. En 2003 rodé Greendale con el equipo de Upstream Multimedia. El Eldorado de 1978, que Jon McKeig había bautizado Eldora, tuvo un papel importante ya que fue el coche del abuelo Green. Todos los días me levantaba antes del amanecer, me tomaba un café y lue­ go subía a Eldora para ir hasta Half Moon Bay, un pueblecito costero donde se rodó casi toda la película. Ben Keith interpretaba al abue­lo Green, uno de los personajes principales, y el coche del abuelo era aquel Eldorado Biarritz. Rodamos algunas escenas increíbles con el abuelo y la abuela conduciendo Eldora por Greendale y alre­dedores. Trabajar con todos mis amigos en un proyecto nuevo fue una experiencia maravillosa. Sarah White era una compañera de clase de Amber, y Amber se percató de que tenía mucho talento después de verla actuar en una de las obras del instituto. Sarah in­terpretó a Sun Green, la heroína de Greendale, una jovencita que descubre su pasión como activista y que se manifiesta contra las compañías petroleras y POWERCO, una empresa poderosa e infa­me que no respeta el medio ambiente y contamina sin remordimientos.

Un día, cuando ya habíamos acabado la película, estábamos de gira promocionando Greendale y Sarah me dijo, con toda la intensi­dad propia de la juventud desbocada, que era un hipócrita por ha­ber rodado la película y luego ir de gira con camiones, autobuses e incluso aviones. Sus palabras se me quedaron grabadas. Tenía toda la razón del mundo. Toda una lección que un personaje de mi pro­pia creación me llamara hipócrita y me recriminara que no predica­ra con el ejemplo. Fue un momento transcendental. Sarah estaba en lo cierto. Poco después empecé a tomarme muy en serio las solu­ciones energéticas alternativas y a emplear biocarburantes en las giras. Eso fue hace once años. Fui el primer converso de Sun Green. 

Mi filosofía sobre el medio ambiente y los daños de los que es víctima parte de ejemplos concretos de grandes compañías que han destruido el planeta y los recursos naturales en la eterna búsqueda de petróleo y energía. Cuanto más pensaba en ello, más me ob­ sesionaba con las fuentes energéticas alternativas. Comencé a to­marme en serio el cambio climático y traté de hacerme a la idea del alcance de las energías alternativas. Cuanto más investigaba al res­pecto, más cuenta me daba del enorme reto al que se enfrentaba el mundo. Fue entonces cuando empecé a dedicar más tiempo a las tareas de concienciación, que es el único recurso al alcance de las celebridades. También me fascinaba el componente tecnológico. ¿Qué soluciones existían? ¿Qué se había probado? ¿Por qué habían fracasado algunos proyectos? Los aspectos de márketing también eran importantes: ¿Por qué la gente no lo comprendía? ¿Por qué no comprendía cuál era la verdadera situación del mundo? ¿Por qué los medios, sobre todos las cadenas de televisión, restaban importan­cia e ignoraban de manera sistemática las cosas más obvias, de modo que las masas lo tenían más complicado para asimilar el al­cance del cambio climático? Eran preguntas importantes. Investigué muy en serio la posibi­lidad de encontrar una solución al problema de la contaminación automovilística. Leí mucho sobre Stanley Meyer, quien aseguraba haber propulsado un coche con agua. Me pasé un año tratando de dilucidar si se trataba de un engaño o de un descubrimiento histó­rico. Fui a Realm Industries, en California, donde un joven me de­ mostró las virtudes del vapor de agua. Al cabo de un año, el mismo joven falleció en un accidente en Realm Industries tras una explo­sión de gas. Tenía mucha potencia, pero se necesitaba demasiada energía para liberarlo. No dimos con la solución. Realm Industries aseguraba que la tenía, pero que no la haría pública porque temían que la tecnología acabara en las manos equivocadas. Querían que só­lo se emplease para el bien de la humanidad. Nunca logramos que nos demostrasen el uso de la tecnología en un coche, aunque nos enseñaron un Land Rover cuyo motor se mantenía en punto muer­to con vapor. Un canadiense contaba con una prometedora tecnología gene­radora de energía, pero no nos permitió emplearla en una aplica­ción pensada para el transporte. Todo el mundo tenía motivos para no compartir sus hallazgos. Resultaba muy frustrante y al final aca­bamos pensando que era posible que esas personas no tuvieran una solución real entre manos. Fui a Australia a la caza de un método para evaporar combusti­ble y un científico me timó varios miles de dólares. Me dijo que me dejaría usar sus conocimientos tecnológicos y rodar un documental sobre el desarrollo de los mismos a cambio de una suma de dinero. Le grabé durante varios meses y, cuando hubo acabado, se quedó con mi dinero y me dijo que la tecnología era suya y que sólo le ha­bía pagado por el derecho a rodar. Había timos y engaños por do­quier, y eso que no di con todos. Sigo creyendo que existe algo que todavía no hemos descubierto, y no soy el único que lo piensa. No contaba con recursos ilimitados para lidiar con esas personas y sus excentricidades. El proceso me agotó. Al cabo de un año y medio comprendí por fin que eran castillos en el aire y me di por vencido, tras lo cual comencé a centrarme en otros métodos, en tecnologías más aceptadas y demostrables que se hallaban dentro de los límites de la física. Investigué sobre el dióxido de carbono y los hechos me dejaron alucinado. Pasé horas y horas leyendo artículos en Internet y char­ las sobre biocarburantes pronunciadas en conferencias internacio­nales. Me di cuenta de que había muchos aspectos de los que no tenía ni idea y de que muchas personas estaban intentando resolver el mismo acertijo. Mis intereses se centraron en los combustibles y su eficacia, la electricidad y el almacenaje de energía. En alguna ocasión dije que mi campeonato era el desarrollo de las baterías. Ése es el juego que me importa: el desarrollo de mejores baterías. Sé que es la clave para que la humanidad pueda abastecerse de energía solar. No cierro la puerta a nada, ni siquiera a la energía atómica. Ten­ go fe en la tecnología y creo que daremos con las soluciones si des­tinamos los recursos disponibles al desarrollo de energías seguras. Una muerte lenta producida por el cambio climático me da tanto miedo como una muerte repentina. No quiero ninguna de las dos. El reto es claro. Así pues, las ideas y conceptos sobre mi tema favorito, el trans­porte, y lo que es deseable y necesario, cambiaron de manera radi­cal en muy poco tiempo. Llegué a la conclusión de que para lograr cambios rápidos hay que ofrecer alternativas ecológicas que la gen­ te quiera. Ofrecer alternativas ecológicas que la gente rechaza no basta. La gran mayoría de las personas las ignorará. No se les puede obligar a que les guste algo que no quieren. Hay que respetar sus costumbres. La ciencia y la tecnología tienen que hacerlo teniendo en cuenta el medio ambiente. Hay que seguir la corriente. Eso era lo que creía. En 2011 fundé Pono, una empresa cuya misión consistía en res­ catar el arte de la música grabada al ofrecer a los oyentes una cali­ dad sin precedentes. Monté un sistema Pono en Eldora, con un al­tavoz de graves en el maletero, altavoces y amplificadores por todas partes y una versión beta de Pono. Quería que mis amigos artistas me acompañaran a dar una vuelta en Eldora mientras les hacía una demostración del poderío de Pono. El Cadillac Eldorado Biarritz de 1978 se convirtió en el mensaje­ro de Pono. Ir sentado en los lujosos asientos de piel y escuchar mú­sica digital en alta resolución era una experiencia maravillosa. A par­tir de entonces comencé a escuchar mis discos nuevos en Eldora antes de dar el visto bueno para su publicación. Sin embargo, cada vez que arrancaba me daba cuenta de que el coche olía a dióxido de carbono y eso me desalentaba. Era incon­gruente que un sonido puro saliese de un coche obsoleto y conta­minante. Cuando le enseñé el sistema a Jac Holzman, un audiófilo mundialmente conocido y pionero de las discográficas, su primer comentario no fue sobre el sonido sino sobre el coche: «Neil, este coche apesta a contaminación. Espero que suene mejor de lo que huele». Eldora continuó haciendo su trabajo de mensajero de Pono; contaminaba el medio ambiente mientras daba a conocer la música en alta resolución, pero tenía los días contados. El motor V8 sólo tenía seis cilindros y le encargué a Bruce Ferrario, de Four Star Au­tomotive, que lo reconstruyera, con lo cual Eldora quedó fuera de servicio durante mucho tiempo. Aquel Eldorado ocupaba un lugar muy especial en mi corazón, sobre todo por su relación con Amber y Pono. No podía abandonarlo, tenía que repararlo y devolverlo a la vida. Lo que quería era sustituir el motor original por otro que em­ please biocarburantes. No podía permitir que Eldora continuase contaminando de aquella manera. Ya había demasiados coches si­milares en las carreteras y la industria automovilística seguía fabri­cándolos a diario y empleando técnicas de venta cada vez más in­dignantes y desesperadas. Le propuse a Bruce Ferrario la posibilidad de transformar el motor de Eldora en un motor de dos combustibles. En California había una ley que prohibía la conversión de Eldora porque no se permitía modificar las emisiones del coche. Esa ley en concreto prohibía que se cambiase el motor de los coches fabricados después de 1976­1977 para proteger el medio ambiente. Resultaba curioso que una ley impidiese transformar a Eldora en un coche más ecoló­gico que emplease etanol en lugar de combustible fósil. La misma ley prohibía cambiar un motor diésel para emplear biocombustible. Un Cadillac de 1978 no podía modificarse y tenía que seguir usando gasolina. La ley intentaba mantener el sistema de control de emi­siones del coche, pero no debería haberse aplicado a un motor de repuesto que emplease combustibles alternativos. Había comprado otro Cadillac de 1978 en eBay procedente de Texas que era casi idéntico. El color blanco no era tan cálido. La ta­picería era muy parecida pero no tenía el toque especial de Jon Mc­ Keig. Eldora me seguía gustando por su vínculo con Amber. Me planteé instalar el motor del coche de Texas en Eldora. Aquel motor contaba con todos los cilindros y sería un poco más ecológico. Me costaría casi lo mismo que cambiar a un motor más ecológico que emplease biocarburante, pero que sería ilegal. Estaba ante una disyuntiva importante. ¿Cómo podría lograr que Eldora fuese un coche más ecológico? 

Neil Young: El Cadillac amarillo
Sigo tratando de dar con la solución perfecta. Tal vez tenga que llevar a Eldora a otro estado para cambiarle el motor. Sería un des­pilfarro y casi seguro que ilegal. Estoy investigando al respecto y, mientras tanto, sólo uso Eldora para las demostraciones de Pono. Lo transporto en el garaje móvil que es parte del gimnasio que ha­bilité en el semirremolque. Tras años de servicio, Eldora descansa solo en un garaje del rancho a la espera de su siguiente misión, ya sea ir al cine con Amber o ir a tocar fuera de la ciudad. Ése es el des­ tino de los coches. Se los abandona cuando ya han cumplido su co­ metido, pero algunos vuelven a la vida una y otra vez."


Fuente:Neil Young. Super Deluxe: Mi vida al volante(Malpaso, 2015)
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