Revista En Femenino

Ni de aquí, ni de allí

Por Expatxcojones

Ni de aquí, ni de allí

Musta, Tánger, 2014.expatriadaxcojones.blogspot.com


Su nombre es Mustafá, aunque todos le llaman Musta. Tiene 42 años. Nació en Marruecos pero se crió en Cataluña. Habla cinco idiomas y dirige una empresa con más de ochenta trabajadores. Cuando tiene tiempo libre, le gusta calzarse unas deportivas y salir a correr. Lo sé porque me he fijado en su reloj. Le he preguntado por él y me ha explicado que es un pulsómetro. Aunque el suyo, además, también lleva GPS. Eso me ha dicho.
   Siempre estás rodeado de gente. En el trabajo, en casa, en la calle. En el día a día apenas tienes tiempo de estar contigo mismo. De pararte a pensar. Correr es algo que puedes hacer solo. Te permite tener estos momentos. Me gusta correr. Y cada vez me gusta más.
Su padre emigró a España a finales de los sesenta. En Marruecos dejó a su esposa. En verano venía a verla. Nació su primera hija. Después vino Musta. Y cuando él tenía dos años la familia se trasladó a un pueblecito de las afueras de Barcelona. Allí nacieron los otros siete hermanos.
   Tengo muy pocos recuerdos antes de ir a Cataluña. Era muy pequeño cuando emigré. La única cosa que no he olvidado es correr descalzo sobre las piedras. En mi pueblo las calles eran de arena, no había luz, tampoco agua y las viviendas eran de adobe.
Sus padres fueron inmigrantes de primera generación. Él trabajaba en la fundición, en el turno de noche. Ella se ocupaba de los críos, las comidas y el hogar. Hacían vida en el barrio. Se relacionaban con otras familias musulmanas. Su mundo era pequeño y cerrado. A veces difícil, pues si el padre se quedaba sin trabajo, la familia pasaba momentos de escasez.
   Por las mañanas me encargaba de llevar a mi hermano Mohammed a la guardería. Desde mi casa había unos tres kilómetros. Íbamos andando. Después yo caminaba cinco más hasta llegar al cole. Él tendría dos años y yo unos diez. Por las tardes estábamos en la calle. Jugando a la pelota. A veces los vecinos se quejaban. Nos la pinchaban. Pero ¿qué íbamos a hacer? En casa solo había tres habitaciones: En una dormían mis padres, en otra mis seis hermanas y en la otra, mis dos hermanos y yo. No teníamos espacio. Ni para jugar ni para estudiar.
Le pregunto por su infancia. Me cuenta que en el colegio no tenía muchos amigos. Sólo dos. Rachid, marroquí y musulmán igual que él. Y Rubi, su amigo español. Aunque reconoce que nunca tuvo ningún problema con los demás niños.
   Me sentía diferente. Es un sentimiento que me ha acompañado toda la vida.
Su padre le enseñó las cosas básicas del Corán. Al cumplir él diez años, abrieron la primera mezquita del pueblo y entonces empezó a frecuentarla con sus hermanos todas las tardes.
   Hablaba con el Imam y preparaba té. Me hice un experto en la preparación del té —me dice riendo. 
Cuando llegaba el verano, él y sus hermanos estaban deseando venirse a Marruecos. Se lo pasaban muy bien en el pueblo, dice. Hacían cosas simples como montar en burro, ir a buscar agua o jugar en la calle. Pero la familia los mimaba. Eran unos triunfadores y todos querían estar con ellos. También hubo momentos agridulces, reconoce, y uno en concreto se le ha quedado grabado en la memoria.
   En el pueblo había un hombre que se había casado con una española. Yo estaba en la calle. Ella me oyó hablar. Se acercó. Le expliqué que vivíamos en España y que sólo estábamos en Marruecos de vacaciones y entonces me dijo: Si vives en España ¿cómo es que vas tan sucio? Y eso se me ha quedado marcado.
Me hace gracia pensar en lo que diría ahora esa señora, si lo viera vestido así, tan elegante. Hace casi veinte años que trabaja para la misma multinacional. Aunque ha ido cambiando de puesto hasta llegar al cargo que ocupa actualmente. Director general. Le pregunto si alguna vez pensó que llegaría tan lejos.
   Yo quería ser mecánico. Fue un monitor de colonias el que me aconsejó que estudiara empresariales. Y le hice caso. Estudié en la Universidad de Barcelona. Pero no terminé. Cuando me quedaban solo seis asignaturas lo dejé. Había conocido a la que sería mi mujer. Quería ganar dinero. Y me puse a buscar trabajo. La carrera la terminé, después, a distancia.
Empezó a trabajar en Caixa Terrassa. En la ventanilla. Pero enseguida se dio cuenta que aquello no era lo suyo. Quería marchar fuera de España. Tenía ganas de cambiar de aires. Y empezó a buscar trabajo en Marruecos porque pensó que aquí tendría más posibilidades.
   Me contrataron en INDO de contable. Y con veintitrés años me vine a Tánger. Alquilé un apartamento pero no estaba a gusto. Enfrente de mi puerta había un piso que funcionaba como un prostíbulo. Los sábados había una cola impresionante. Hacían mucho ruido. Era imposible descansar. Así que me cambié y me fui con las monjas. Tienen una especie de residencia y puedes alquilar una habitación. Ellas cocinan y te lavaban la ropa. Estuve un año y medio viviendo allí.
   —¿Te costó adaptarte a la vida en Marruecos después de tanto tiempo fuera?   Cuando llegué me veían como un extranjero. Decían que era español. Mi árabe no era como el suyo. Tenía mucho acento. Me trataban como a un forastero. Pero lo único que importaba es: ¿eres musulmán o no? Esa es la clave para integrarte en esta sociedad.
Conoció a su mujer con diecinueve años. En la Escuela Oficial de Idiomas de Barcelona. Quería aprender árabe. Pues aunque lo hablaba no sabía leerlo y escribirlo correctamente.
   Fue el destino —dice al recordarlo. —Yo ya me quise apuntar antes pero caí enfermo de Tifus después de venir de un viaje a Marruecos. Y tuve que posponerlo.
Dos años después, cuando fue a matricularse, se fijó en una chica que había en la cola. Catalana. Días más tarde se la encontró en clase. Se pasó un año detrás de ella. La chica se hizo de rogar pero al final cayó. Y hasta hoy. Tienen dos hijos, Joel y Marcel. El mayor, moreno como el padre. El menor, rubio como la madre.
Me cuenta que su familia se lo tomó fatal. No la querían conocer. No la aceptaban. Pero él siguió adelante con el noviazgo y decidieron casarse por lo civil.
   Nunca olvidaré el día de la boda. Cuando salía de casa mi madre me agarraba por el brazo. Llorando. Gritándome que no me fuera. Casi se desmaya. Fue un drama. Evidentemente, mis padres no asistieron al enlace. Fuimos de luna de miel a Ibiza pero yo estaba triste. Deprimido. No guardo un buen recuerdo. Sentía que los estaba decepcionando. Gracias a Dios, cuando nacieron los críos todo cambió.
Le pregunto si se siente catalán o marroquí. Me responde con un simple: Ni de aquí, ni de allí. No me siento de ningún lugar. Soy un apátrida.
   —Me siento musulmán, aunque hoy por hoy, no sea practicante. Mi infancia y mi adolescencia las he vivido como musulmán y eso me ha hecho ser el que soy. Mi objetivo en la vida es ser buena persona. Creo en los diez mandamientos. Así intento educar a mis hijos. En libertad. Intento que sean buenas personas.
Hablamos de su trabajo. De su familia. De España y de Marruecos. De esto y de aquello. Le pregunto que le viene a la cabeza si le digo la palabra integración. Tan de moda hoy en día. Se lo piensa unos segundos antes de contestarme.
   Integración es aceptar el sistema que hay donde vas. Manteniendo tus raíces. Mis hermanos y yo nos hemos mimetizado con la cultura española. Normalmente los inmigrantes, por miedo a perder su identidad, hacen todo lo contrario. No se integran. Lo hacen para protegerse. Nosotros somos inmigrantes de segunda generación. Hemos roto con lo que nuestros padres esperaban de nosotros. Los hijos de sus amigos han seguido el camino recto. Nosotros nos hemos desviado. Los hemos decepcionado. Esto me ha generado un sentimiento de culpa durante muchos años.
Me dice que, de vez en cuando, echa de menos Barcelona. La libertad de expresión y movimiento que tiene cuando visita la ciudad. El poder sentarse en una terraza y tomarse lo que le apetezca tranquilamente. Sin esconderse. Sin pensar en quién le estará viendo. Pero al mismo tiempo reconoce que después de unos días allí quiere volver. En Tánger está su familia. Su trabajo. Su vida. Su hogar. Le pregunto donde se ve dentro de diez años. Me responde que sueña con tener su propio negocio. Tal como yo lo veo, no tengo ninguna duda de que si se lo propone, lo conseguirá.

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