El eco de la culpa que nos consume. El eco de la culpa que obviamos nada más girar nuestra cabeza hacia el deseo. Hacia esa incontrolable necesidad de satisfacer nuestras más primarias necesidades. Una culpa que se expía desde el deber y desde el insoportable narcisismo al que el estado del bienestar nos ha llevado como una bola de nieve que va engordando a medida que cae por la ladera de la montaña. Un bienestar tan gordo como las grasas saturadas que se encuentran pegadas a nuestro abdomen y a nuestro egoísmo sin límites a la hora de explorar aquello que deseamos. Si cumplimos con nuestros deberes de ciudadanos, también podremos saltarnos de vez en cuando nuestras obligaciones como tales. Una propuesta con la que Nina Lykke en, No y mil veces no, nos transporta a esa cápsula esterilizada en la que se desenvuelven una buena parte de las vidas de los hombres y mujeres de una sociedad occidental que poco a poco se fagocita a sí misma. Sin una capacidad medianamente solvente para afrontar los nuevos retos a los que deberemos enfrentarnos en un próximo futuro, la única idea con la que los abordamos es la de mirarnos el ombligo, un objetivo donde lo nuestro y solo lo nuestro es lo más importante sin necesidad de replantearnos que le sucede al prójimo. En este sentido, resulta estremecedor cuando la autora hace referencia a los hijos de la pareja protagonista de la novela, Ingrid y Jan: «Los hijos viven en casa sin aportar nada, y sin embargo invierten en acciones», lo que sin duda nos traslada a ese fracaso colectivo en el que distintas generaciones de europeos y occidentales se sumergen en las aguas de un hedonismo sin medida. Un hedonismo propiciado por el derecho a pedir sin dar nada a cambio. Un axioma tan rotundo que nos lleva a una única salida: la anestesia generalizada. De ello, podemos inferir que, la dificultad que demostramos para poder gritar o protestar y hacernos visibles en la diferencia, nos convierte en meros estorbos de una mayoría agonizante, silenciosa y anodina que se conforma con el anonimato y el orden de sus aburridas vidas. Nada es tangible, o tan siquiera real, hasta que la propia realidad se nos planta delante de nuestras narices. En ese arribismo de lo evidente es donde por unas u otras razones nadan los protagonistas de esta historia, en principio incómoda, pero que sin embargo deriva hacia una propuesta en la que todo parece acabar en una multitudinaria balsa de aceite en la que cada cual es feliz, o no, con su nueva situación.
La parte más interesante de esta novela, es sin duda, la voz de Ingrid y su nivel de disciplina y auto-exigencia que nace de un estado del bienestar entendido como fórmula mágica de reparto de la riqueza y la responsabilidad, lo que sin embargo más tarde le llevará a comprender que ese planteamiento es una pura falacia. Ingrid es especialmente agresiva contra los hijos, los bebés, y todo aquello que nace o procede de la naturaleza humana y de su capacidad de supervivencia. En este sentido, su ira contra el mundo no tiene límites, más si cabe, cuando aborda ese reflejo que acaba en el ecologismo y la supervivencia del planeta Tierra que, en el fondo, para ella y otros muchos se convierte (y ha convertido) en una nueva religión, tan nociva como cualquier otro credo monoteísta, pues su anhelado objetivo solo los ha convertido en meros agentes de un utilitarismo sin alma, vacíos de sentimientos y llenos de un bienestar que solo produce seres humanos profundamente egoístas.
Lykke parece decirnos que tan nocivo es hundirse en las reglas (Ingrid) como saltárselas buscando la aprobación de los demás (Jan). Siendo esa ausencia de arrepentimiento otro signo del buenismo que nos atenaza cada día más. Nadie quiere ser responsable de sus actos, y mucho menos de las consecuencias que éstos producen. La consecuencia de todo ello, parece ser la búsqueda de una catástrofe existencial que redima a nuestras anodinas vidas, pues éstas se han ido desarrollándose extramuros de la desgracia, y quizá, esa sea una de las consecuencias del estado del bienestar surgido tras la IIGM, que nos ha dejado sin las guerras y sus consecuencias a varias generaciones de europeos, que necesitan, eso sí, crearse sus propios conflictos. Unos conflictos que necesitan por encima de cualquier otra cosa la aceptación por parte del otro, por más grave que sea el error o la injusticia que éste haya causado.
No hay lirismo en esta novela, pero sí una gran fuerza de auto introspección donde la expiación del deber y de la culpa nos hace infelices cuando nos queremos comportar como meros dioses mundanos que todo lo pueden sin ser conscientes de los límites que nuestros cuerpos y conciencias tienen a la hora de soportar el narcisismo ajeno. De tal modo, que nada está a salvo de esta agonizante historia que proyecta sobre nuestras vidas una sombra de dudas y desesperación que por momentos aún nos hace gritar: ¡No y mil veces no! Una forma de protestar que, sin duda, nos alejará de la insoportable autofilia que el estado del bienestar ha traído a nuestras vidas. Una circunstancia que, a algunos, todavía nos lleva a preguntarnos: ¿Quién se ha llevado mi queso?
Ángel Silvelo Gabriel.