Otro testimonio cinematográfico, otra persona que arriesga su vida para ser testigo de la muerte de aquellos cuyas vidas ya no importan, otra explosión de dolor arrojada sin destilar ni diluir sobre las audiencias, que verán la película y quedarán devastadas por sus imágenes, por asistir levemente incómodas a la desaparición silenciosa de inocentes. La muerte es un suceso tremendamente trascendente, y sin embargo no hay señales que la anuncien, ni viene rodeada de ningún tipo de fenómeno físico singular ni especial. Una existencia termina igual que las demás. No es algo único e irrepetible para cada ser humano, es un hecho biológico universal que nos hace indistinguibles unos de otros por mortales. En tiempos de paz quizá podamos revestir el momento de homenaje y de sentimientos; pero en las guerras es una perversa producción industrial: uno detrás de otro, sin reconocimiento, sin tiempo de reacción. Y los informativos que dan cuenta de ellas lo mismo: diez segundos, lo justo para que no duela, y a otra cosa. Sin embargo, la muerte anónima, captada por una cámara en plano sostenido, empleando el mismo encuadre que podría servir para una barbacoa de amigos, muestra a un recién nacido al que los médicos intentan recobrar para una vida que ya no existe. Entonces resulta que casi molesta, y deseamos apartar la mirada, pero no podemos. Luego vemos unos padres sentados en unas sillas, con las miradas bajas pero pendientes de un sonido que no llega, sin saber siquiera cómo prepararse para lo que les caerá encima cuando el médico pronuncie las palabras. 20 días en Mariúpol (2023), pero han sido y serán muchas más.
El periodista de Associated Press Mstyslav Chernov (el último corresponsal extranjero en abandonar el cerco de Mariúpol antes de la entrada de los rusos) ofrece en 20 días en Mariúpol una crónica tremendamente cruda por su simplicidad y su estilo directo. No hay intentos de reflexionar sobre el conflicto, ni entrevistas a personas al mando; es una mezcla de crónica diaria del aplastamiento de una ciudad y de todos sus habitantes y de la obsesión por conseguir cobertura para enviar lo grabado al mundo. No necesita planificar nada: la simple sucesión de los días es suficiente para armar una narración que se impone e inunda la pantalla. En medio, la prueba de que esas mismas imágenes son las que vimos por televisión o internet en aquellos primeros días de la guerra de Ucrania, donde Chernov y su cámara eran el único ojo con el que asomarnos a toda aquella destrucción. Es como si ese periodista, a quien el azar ha situado en medio de la exclusiva con la que sueña su oficio, necesitara convencerse de la bondad de su propósito: grabar el dolor, el horror, el desamparo, el abandono de una población. A veces el altruismo se manifiesta en condiciones extremas.
Ahora es la guerra de Ucrania, pero antes fue Beirut en Vals con Bashir (2008), Sarajevo en Good night Sarajevo (2014) o Alepo en Para Sama (2019), eso sin contar las crónicas revestidas de ficción que buscan componer un relato de causas y consecuencias, de verdugos y víctimas. Y lo peor es que ya podemos estar seguros de qué tratará el siguiente documental de este estilo: la ruina incalculable que está provocado Israel en Gaza (que costará décadas revertir si en algún momento la paz consigue abrirse paso). Para este país no hay sanciones económicas ni expulsión de competiciones deportivas, tan solo fariseos deseos de alto el fuego y poco más. El doble rasero de la política occidental más al descubierto que nunca.
La cosa es que 20 días en Mariúpol, por muy desagradable que pueda resultar, habría que enseñarla a todos los estudiantes de todos los bachilleratos de Europa y EE UU (aunque haya padres que pongan el grito en el cielo), y luego ofrecerles el contexto de un conflicto que dura más de medio siglo, pues no sirve de nada conmoverse sin saber qué historias hay detrás de tanto sufrimiento. Como dice el periodista David Beriain:el dolor es como un gas; por muy pequeño que sea, tiende a ocupar todo el espacio. Y entonces irrumpe el silencio, y hace falta mucho valor para seguir grabando.
Este texto exhibe la contradicción más absoluta: escribimos para decir que la escritura no puede dar cuenta del sufrimiento y la injusticia extremos. Y sin embargo, seguimos poniéndolo por escrito...