Por Ileana Medina Hernández
No soy "mamá de parque todas las tardes", pero por supuesto alguno cae de vez en cuando. Me ha llamado la atención una escena que se repite casi todas las veces:
La niña, ahora con 3 años recién cumplidos, sube y baja del tobogán. Yo, de pie, la observo a corta distancia. La ayudo en algo si lo necesita; la animo si quiere mostrarme alguna de sus "proezas", de sus recién adquiridas habilidades; observo que no vaya a atropellar o a hacer daño a otro niño; conversamos, nos reímos.
El tobogán está vacío, otros niños hacen otras cosas. Inevitablemente, siempre, al ver que estamos mi hija y yo por allí, aparece otro niño o niña, casi siempre de mayor edad, 6, 7, 9 años. No saluda, no responde al saludo de mi hija, le mete cañona, se le mete delante, se interpone literalmente entre mi hija y yo, y comienza a mostrarme lo que él sabe hacer. Si mi hija y yo nos marchamos, el niño se marcha también. Su padre, a lo lejos, ignora todo lo sucedido.
No era el tobogán lo que quería. Tampoco molestar a mi hija, como cualquiera podría pensar. Lo que ese niño necesita es simplemente la mirada del adulto. Que le mirara igual que miro a mi hija, que elogiara sus proezas, sentirse atendido, llamar la atención, demostrar su superioridad, que le hiciera simplemente caso.
Los parques suelen estar llenos de niños que juegan solos, mientras sus padres a distancia hablan por teléfono, fuman, hacen deporte, o conversan con otros padres. Todos los días el mismo parque, todos los dias la misma soledad aparentemente acompañada.
Sus padres no comparten con ellos la tarde del parque, como tampoco compartieron la mañana en que estuvieron en el colegio mientras los padres trabajaban. Luego, probablemente llegarán a casa, baño, cena, y a dormir, probablemente también solos.
La independencia infantil está absolutamente sobrevalorada en esta sociedad donde no conocemos al vecino de al lado. Es una maniobra de los adultos, muchas veces para disfrazar nuestro propio egoísmo y nuestra incapacidad de permanecer aunque sea un rato al día jugando con nuestros hijos. No tenemos ni siquiera que jugar con ellos, basta con que permanezcamos DISPONIBLES, con que les miremos.
La mirada nutre. Nutre de afecto, de compañía, de seguridad, de empatía. Siempre recuerdo que cuando fui a matricular a mi hija en la guardería, la psicóloga-directora me preguntó si era una niña independiente. Me quedé estupefacta. Con 6 meses que tenía, ¿cómo iba a ser una niña independiente?
La independencia es algo que, con buena suerte, los adultos maduros conquistamos. Estoy rodeada de millones de adultos nada independientes. Los seres humanos, en última instancia, no somos seres independientes, sino interdependientes, sólo en colectivo podemos sobrevivir.
He visto llegar a mi oficina, jóvenes de 20 años acompañados de su madre (o de un padre a todas luces inseguro y autoritario), que les indica cómo rellenar un impreso. (¿Quizás el mismo que de pequeños los tuvo siempre solos en el parque?)
Creo que hacemos las cosas al revés. En todas las especies animales, los adultos permanecen junto a las crías todo el tiempo, hasta que éstas crecen y se marchan, la mayoría jamás vuelven a ver a sus padres después de adultos.
Los humanos dejamos a nuestras crías 10 horas al día en una escuela desde los 4 meses de nacidos, los ponemos a dormir solos, los llevamos a un parque para que jueguen solos, y luego cuando son adolescentes y quieren independizarse, entonces se lo prohibimos, entonces ya no podemos confiar en que nuestros jóvenes hijos vayan a hacer las cosas bien por sí solos, simplemente porque no los conocemos. Y los tenemos en casa hasta los 40 años lavándoles la ropa.
Los niños no se hacen más independientes ni más sociables porque los abandonemos o dejemos solos desde que nacen. Al revés. Es la seguridad que adquieran en nuestros brazos, es nuestra mirada, es el tiempo que les dediquemos, es la comunicación sincera que establezcamos con ellos, la que va a hacer que adquieran autoestima, que lleguen a ser adultos emocionalmente sanos, seguros de sí mismos.
La autoestima, la seguridad, la autonomía y la capacidad de socializar se forjan a partir del amor, protección y cuidados que recibimos en nuestra infancia. O sea, primero hay que invertir, para luego recoger.
Confundimos el amor con la sobreprotección. El amor no sobreprotege, el amor acompaña, el amor está disponible, el amor atiende a los reclamos, el amor no impone la soledad -ni la compañía-. Es muy probable que la misma madre o padre que sobreprotege por una parte, luego abandona por la otra. (Por ejemplo, aplica el Estivill a la vez que obliga a comer y sobreabriga en invierno).
También hay quien piensa que los niños "tienen que aprender a no ser el centro de la atención". Los niños, cuando son niños, necesitan ser el centro de la casa, ser atendidos y mirados. Los adultos narcisistas, egoístas y vanidosos - que por cierto abarrotan las pasarelas políticas y los medios de comunicación, como "modelos a seguir"- no fueron niños muy mirados, al revés. Se quedaron toda la vida buscando esa mirada que nunca recibieron. Primero hay que llenarse de amor, para después poder darlo.
El otro día lo comentábamos en el blog de Jesús Castro sobre el miedo: hay distintas etapas y distintas necesidades en las vidas de nuestros hijos, y hacemos todo lo contrario a lo que hay que hacer: cuando nuestro bebé de 9 meses pide compañía para dormir (lo que es fundamental para su seguridad) se la negamos. Y a la misma vez, cuando pide gatear y moverse, andar por la casa, explorar y tocar los objetos, también se lo negamos.
Cuando son bebés, y no son capaces todavía de tener noción del tiempo, y aún necesitan la presencia permanente de su madre, los dejamos largas horas en manos ajenas. Cuando son adolescentes, y quieren quedarse en casa de los amigos, entonces se lo negamos.
Es la fórmula perfecta para criar seres inseguros, miedosos, adictos, manipulables... en contra de los procesos naturales de la vida. Vamos al revés de sus propias necesidades, primero les negamos la seguridad que necesitan y luego les cortamos las alas que también necesitan.
Es interesante por ejemplo, lo que expone Jean Liedloff en el libro El concepto de continuum: ahí cuenta cómo los bebés de cierta tribu del Amazonas con la que ella convivió, van todo el día colgados de su madre, y a la vez, por ejemplo, juegan solos a la orilla del río.
De ella es esta frase: "El alimento para sustentar el cuerpo y las caricias para alimentar el alma ni se ofrecen ni se niegan, sino que siempre están disponibles. Ofrecer a un niño más o menos ayuda de la que pide es perjudicial para su desarrollo."