“…ya no hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes”
Bullit es en gran parte eso, un ojo puesto en la contemporaneización de moldes clásicos (la Brigada Homicida de Don Siegel, por ejemplo) y el otro en su ruptura/deconstrucción (el A quemarropa de Boorman) con el añadido de suponer una vehículo (en todos los sentidos) perfecto para el lucimiento de una nueva estrella. La operación no puede saldarse mejor, especialmente para McQueen, convertido de inmediato en mucho más que un actor, en un icóno. El film, por su parte, resiste el tiempo con brillantez, permanece elegante y sobrio, con el punto justo de experimentación tan habitual de la época. Para Yates supone una entrada en la industria gloriosa, pero también una hipoteca, que, como en tantos otros casos parece saldarse con una especie de pacto alterno consistente en el consabido: una para mi, otra para la industria. Aunque en realidad esto casi nunca es así y menos cuando se trata de artesanos como el británico, los cuales trabajaban por encargo la mayoría de las veces, moviéndose para conseguir proyectos de interés o que se amoldaran a sus mejores características. No será el caso de su siguiente film, la “dramedia” John y Mary, la cual explica por si misma con bastante claridad las servidumbres del oficio.Es, otra vez, una producción al servicio de las nuevas estrellas de la época, cuya disimilitud física con las del Hollywood clásico debía traducirse unos nuevos moldes expresivos, en este caso inspirados en el cine europeo y en su mayoría pendientes de soluciones totalmente coyuntural
es. Además se trata de un trabajo subsidiario, una continuación, vía Dustin Hoffman del tono y modismos de la insufrible El graduado de Mike Nichols.La Guerra de Murphy, un año después, resulta mucho más interesante pese a estar de nuevo, totalmente al servicio del one man show de Peter O’Toole, al trasladar con mucha garra (guión del formidable Stirling Silliphant) los motivos del Moby Dick de Herman Melville al contexto de la 2ªGM, con un mecánico empeñado en hundir un U-Boat alemán que comanda el Capitán Kronos “hammerita”, Horst Janson. Sobre Un diamante al rojo vivo, mejor decir poco, para no ensañarse principalmente. Una comedia sin gracia sobre robos perfectos y ladrones patosos para el supuesto talento de Robert Redford, acompañado por George Seagal para la ocasión. Lo peor es que parte de una novela del gran Donald E. Westlake que encima se supone adaptada por otro excepcional escritor como es William Goldman. Casi como contrafigura de este bodrio (que hay que reconocer tine sus defensores) se levanta The friends of Eddie Coyle, archisórdido, desesperado y desolador thriller con un Robert Mitchum en la cumbre. Obra maestra absoluta, cruda y lúcida, tierna e implacable. Tristemente olvidada hoy y un fracaso en su día. Yates regresa entonces a los subproductos para estrellas y lo hace de la peor manera con una comedia nuevamente subsidiaria, ahora sobre el ¿Qué me pasa doctor? (1972) de Peter Bogdanovich. En
¿Qué diablos pasa aquí? (hasta la distribución española se había enterado del objeto de la operación) la pareja de alocada y soso, ahora un joven matrimonio con problemas financieros, la forma para la ocasión la inaguantable Barbra Streisand y el muy soso Michael Sarrazin, incomprensiblemente convertido al estrellato tras el Danzad, danzad malditos de Pollack en 1969.Digamos que, a partir de aquí la filmografía de Yates no mejora precisamente, encadenando otra infumable comedia de acción y un nuevo exploit. Tirando de su habilidad para rodar persecuciones le cae encima un engendro titulado El madre, la melones y el ruedas, acerca de la rivalidad entre ambulancias en Los Ángeles. A la indigencia de la historia se une un reparto imposible: Bill Cosby, Raquel Welch Y Harvey Keitel. Abismo será el plato precocinado de temporada. Caliente todavía el éxito ciclópeo del fenomenal Tiburón de Steven Spielberg en el 75, se coge cualquier otra novela de Peter Benchley con tema marino y se factura algo que recuerde, aunque sea lejanamente, presencia del Robert Shaw incluida. Nick Nolte en plena vorágine Hombre rico, hombre pobre intenta lanzar su carrera y por lo demás queda el placer de una Jaqueline Bisset
a remojo y más guapa que siempre. Para sorpresa de propios y extraño y cuando parecía que la orilla hollywoodiense se alejaba entre títulos de cada vez más lejano interés para el público Yates resurge con un film-sorpresa (su impacto fue tal que incluso provocó una secuela con forma de serie televisiva de breve vida) que además resulta ser de los mejores de su carrera: El relevo, sobre el que ya me extenderé luego.Pese a todo las cosa no cambien demasiado y los 80 comienza más o menos donde se había desarrollado los 70, en las lindes de cine-best seller. En 1981 tocan William Hurt, lanzado por Lawrence Kasdan en esa tórrida relectura de los códigos del noir que fue Fuego en el cuerpo, y una Sigurney Weaver en proceso de feminización tras ser la aguerrida Ripley en Alien. Christopher Plummer y James Woods intentan dar empaque pero El ojo mentiroso sigue siendo una fórmula aguada con forma de intriga/romance. Su regreso a Gran Bretaña resulta todavía más espantoso y se salda con la aburrida Krull, un merenguenado que toma elementos de La guerra de las galaxias y de Excalibur para ofrecer a cambio un compost apelmazado con protagonistas horribles y estética ramplona pese a un notorio desembolso. A Yates le comenzaba a fallar el pulso.
Su siguiente trabajo, La sombra del actor, sube notablemente el nivel, suponiendo tanto uan excepción en estos años como su último buen trabajo. Y es otra película de actores (nominaciones a los Oscar incluidas), eminentemente teatral y escrita por Ronald Harwood según sus propias experiencias como asistente personal del mítico Sir Donald Wolfit, rotundo divo shakespeariano célebre entre los amantes del horror por su truculento protagonista para La sangre del vampiro (Henry Cass,1958) cuyo trasunto es aquí encarnado por Albert Finney, siendo el “vestidor” el no menos talentoso Tom Courtenay. Curiosamente Yates reencontraba en 1983 a dos de los actores más representativos de aquel free cinema en el cual él mismo se había iniciado. Finney, además lo reclamaría años después, en 1995, para una pequeña película irlandesa, Una razón para luchar, acometida en unos años donde el cine del país obtuvo su momento-moda a ráiz de los éxitos de Neil Jordan con Juego de lágrimas (1992) o del mediocre Jim Sheridan con En el nombre del padre (1993). Como se ve el sino de Yates era el de ir a remolque. Poco más ofrecen los 80. Un título totalmente desconocido, Eleni, que cuenta con una atractivo reparto que une a John Malkovich, Kate Nelligan y Linda Hunt entorno al asesinato 30 años antes, en Grecia de la madre del protagonista; Sospechoso, un thriller judicial del momntón para Cher y Dennis Quaid donde vuelve a coincidir con Liam Neeson, ya presente en Krull, la atractiva y malgastada intriga retro propuesta en La casa de Carroll Street con la inexpresiva Kelly McGuillis y el eternamente desaprovechado Jeff Daniels envueltos en un complot entorno al Comité de Actividades Antiamericanas a principios de los 50 y una lánguida decadencia progresivamente telefilmera que comienza en 1989 con la burda Un hombre inocente, en muchos aspectos derivación todavía más miserable del Encerrado que para Stallone dirige ese mismo año el apreciable John Flynn.Poco más, a no ser recordar su albor como director para una miniserie, creo que se llegó a ver en España, que versionaba Don Quijote con protagonismo de dos intérpretes extraordinarios, John Lithgow y Bob Hoskins. Quedan sin recordar ni comentar algunos otros telefilmes de esa época cuyo interés se me escapa, francamente. Contemplada en conjunto la obra de Yates no parece muy estimulante, apenas cuatro o cinco películas, varías de ellas formidables, en medio de un mar de mediocridad. Pero no por ello merece el olvido, desde luego. Obsesionado como todavía estamos por al autoría, los artesanos siguen escapándose entre los dedos. Y más aquellos que ejercieron su oficio en un tiempo en el cual este ya era ninguneado por sistema. Yates fue condenado por sus éxitos, los cuales le obligaron a un tipo de carrera dentro de una industria llena de dudas y cambios como era la norteamericana en las décadas de los 60 y 70. Dependía del material de partida y carecía del genio necesario para sublimarlo cuando era mediocre, aunque si poseía la intuición y la profesionalidad necesarias para no desperdiciarlo cuando ofrecía potencial. Fue uno entre tantos, no un autor de álbumes conceptuales, sino solamente de canciones.
El relevo (Breaking away)
1979
EEUU
101 min.
Guión: Steve Tesich
Música: Patrick Williams
Fotografía:Matthew F. Leonetti
Montaje: Cynthia Scheider
Reparto: Dennis Christopher, Dennis Quaid, Daniel Stern, Jackie Earle Haley, Barbara Barrie, Paul Dooley, Robyn Douglass, Hart Bochner, Amy Wright, Peter Maloney
Breaking away, o El relevo en su simplificador título español es un ejemplo de esa capacidad de Yates para intuir el buen guión y potenciarlo con su estilo vigoroso y su notable dirección de actores. En principio una típica historia americana de fin de la adolescencia, asunción de responsabilidades y sueños demolidos que consigue superar la mayoría de los lugares comunes y los tópicos blandengues de este tipo de cine gracias a la absoluta modestia con la que están abordados. Contándolos todos con la sinceridad de la primera vez y logrando que, en base a esta limpieza, a esta franqueza, se sostengan incluso momentos tan discutibles como su parcialmente triunfalista final, en el cual los perdedores, por una vez, ganan.
Provista de un encanto especial, de una melancolía dulzona de fin de verano y de verdadera credibilidad apuntalada por un guión excelente, y al parecer de cierto contenido autobiográfico, escrito por Steve Tesich, el cual reincidiría en la temática ciclista con la muy mediocre American Flyers en 1985, dirigida por el olvidado John Badham para un juvenil Kevin Costner, y que le valió un Oscar (si es que esto significa algo, en cualquier caso añadir que estuvo nominada a la mejor película, director, banda sonora original para Patrick Williams y mejor actriz de reparto para una estupenda Barbara Barrie). Sencillo pero no simplón, como demuestra la inteligencia de algunas de su líneas -cuando Dave vuelve magullado después de que sus mitificados corredores italianos le hallan humillado le dice a su padre:”Todo el mundo engaña. Solo que yo no lo sabía”. Irónicamente el ha estado engañando a su vez a la guapa estudiante universitaria interpretada por Robyn Douglass haciéndose pasar por un estudiante de intercambio italiano (sic.)- y la profundidad de su historia de orgullo frente a la adversidad y de frustración asumida con resignación dolorida -el padre de Dave (Dennis Christopher), un tanto sobreactuado Paul Dooley (dato curioso, Dooley y Christopher ya habían sido padre e hijo un año antes para Robert Altman en Un día de boda), antiguo cantero en una industria ahora declinante y ahora vendedor de coches de dudosa moralidad, le explica a su hijo como talló la piedra para aquellos edificios que, una vez levantados, parecía demasiado buenos para ellos-. Nuevamente esta ración de autenticidad, de honestidad en lo narrado, permite vadear la consabida peripecia de rivalidades entre los chicos locales (representación de la América proletaria) y los universitarios (la burguesía capitalista) teñida toda de cierta molesta obviedad ideológica y coronada con una carrera ciclista, el relevo del título español, que Dave y sus amigos ganarán en una exhibición de pundonor y sacrificio.Yates sortea o mejor dicho los emplea a favor del agridulce discurso de fondo, la alegría de las pequeñas victorias frente a la certeza de la derrota vital pero todo ello enmarcado no en un film discursivo, sino descriptivo, dotado de un muy apreciable sentido de la observación (el rodaje callejero en el mismo pueblo de Bloomington donde se desarrolla la acción y la credibilidad que aportan los intérpretes no profesionales ayudan lo suyo) que fía la transmisión de ideas a la sutileza y sobriedad de la puesta en escena con un cuidado especial por los espacios y lugares como entes dramáticos –la antigua cantera ahora convertida en pantano donde los amigos se bañan que comienza a ser invadida por los universitarios, o planos tan brillantes y categóricos como aquel que encuadra la llegada de la novia de Moocher (Jackie Earle Haley) a la casa de este: un viejo edificio desvencijado en el que vive solo porque su padre ha tenido que marchars
e a Chicago a buscar un trabajo que nunca encuentra: Yates relaciona mediante un sencillo movimiento hacia atrás que amplía el encuadre la casa hecha polvo con el castillete abandonado de una cantera asomando por detrás-.Esta dirección imperceptible, de pulso verista, apenas roto por los momentos de libertad y soledad de Dave en su bici donde la música clásica italiana, la carretera, la velocidad y al imagen componen un cuadro casi irreal, emocionante y transmisor perfecto de las sensaciones del protagonista (curiosamente y tras romperse el sueño italiano la bici perderá este significado y la carrera final será recogida con un dispositivo de teleobjetivos y lentes largas) y cuya atención a los ritmos y mecanismos de la máquina, en combinación con una cinemática mez
cla de planos cortos y generales recuerda obligatoriamente a la persecución de Bullit y refrendan la habilidad de Yates par registrar la acción. Algo que se acompaña con su buena mano para los intérpretes, un cuarteto de, por aquel entonces jóvenes valores: Dennis Quaid, atlético y guapo es Mike, el líder natural, estrella deportiva en el instituto y ahora desorientado y rabioso porque se da cuenta de sus escasas posibilidades; Moocher, dispuesto a casarse y a intentarlo, orgulloso y reservado pese a su aspecto desafiante recae en el peculiar físico del excelente Jackie Earle Haley, el más conocido del reparto ya que se había revelado unos años antes, en 1976 en aquella saga de comedias desastrado-deportivas sobre Los Picarones, al primera de las cuales, un estruendoso éxito en su estreno dirigió Michael Ritchie para la pizpireta Tatum O’Neil y el siempre genial Walter Matthau; Daniel Stern se ocupa de dar vida a Cyril, su desgarbado aspecto, sus ojos saltones y torpeza natural ayuda a crear un personaje entrañable, de payaso triste como muy bien hace notar Yates: en el momento del triunfo, cuando todos reciben cariño de alguien cercano o se reconcilian, él está solo. Dave, el ciclista que sueña con ser italiano, que se escuda en al fantasía para no reconocer su realidad resulta el mayor acierto de reparto y el descubrimiento de un talento prodigioso y desperdiciado, el de Dennis Christopher claro, protagonista de otro título de culto como el extraño psychokiller tierno de la mitómana Fundido a negro (Vernon Zimmerman, 1980) y personalidad de una sensibilidad desarmante, heredero directo de gente como Anthony Perkins o Roddy McDowall. Un tipo de actor sin hueco en la industria cuya ingenuidad casa a la perfección con una película como Breaking away. En ambos hay algo que no puede explicarse, algo más irracional que otra cosa, algo de romance adolescente, algo de abismos de la madurez, algo de renuncias, algo de desencanto y algo de triunfos en minúscula.