Revista Cultura y Ocio

No me toques las palmas – @Sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Me miro en el espejo mientras me echo corrector de ojeras y me pongo un poco de cacao en los labios. Hoy salgo de cena con mis amigos por el cumpleaños de uno de ellos y, cuando me preparo para una fiesta así, procuro ponerme más guapo de lo habitual. No sé si lo hago porque me gusta o porque en el fondo me da miedo verme más feo que ellos y estar toda la noche sintiéndome inseguro. Paso más de una hora probándome modelitos frente al espejo. Me pruebo unas bermudas que me acabo de comprar pero pienso que son demasiado cortas y que se me ve demasiada pierna. Como sé que voy a llegar tarde a casa, no me gusta ponerme ciertas prendas, pues me da miedo andar de noche solo por la calle así vestido, así que finalmente me decanto por unos pantalones largos. Son unos vaqueros que no me suelo poner porque me aprietan demasiado la entrepierna, pero también es verdad que me hacen parecer más dotado y así me siento más atractivo. Los combino con unos zapatos que tienen cuña por dentro para parecer más alto. Sé que a mitad de la noche estaré deseando quitármelos, pero no me importa porque me estilizan las piernas y me levantan el culo (mi culo carpeta que me miro con desaprobación un par de veces antes de decidir que así está bien, que no se puede hacer mucho más con él). Para la parte de arriba escojo una camisa de seda blanca de la que desabrocho un par de botones para que se vea un poco el pelo del pecho y a través de la cual se transparenta una camiseta interior de algodón roja. Como me decía mi padre “es mejor insinuar que enseñar”, es decir, ir sexy pero no parecer un buscón. Una vez terminada mi puesta a punto me echo un último vistazo mientras pulverizo colonia en mis muñecas y un par de veces hacia el techo (moviendo la cabeza para que las pequeñas gotitas caigan sobre todo el pelo). Me miro por delante, de espaldas, el peinado, la cara con el espejo de aumento, hago unos últimos retoques al maquillaje y, por fin, creo que ya estoy listo.

Salgo de mi habitación y me despido de mi padre, como siempre que me voy de fiesta, con dos besos a los que él contesta con sus habituales “ten cuidado, no vengas tarde, si necesitas algo llámame, pásalo bien, te quiero”. Como si se hubiera aprendido esas frases de memoria y como si quisiera que yo memorizara todas y cada una de las palabras.

He quedado con mis amigos en casa de tres de ellos que viven juntos, cerca del centro. Cuando llego ya están todos allí. Siempre llego el último, no sé cómo lo hago. Efectivamente, como esperaba, todos van guapísimos y yo, una vez más, me siento el patito feo. Les voy saludando uno a uno mientras, entre abrazos, me dicen “¡¡Qué guapo!!”, “¡¡Me encanta tu camisa!!”, “Uy, ropa interior roja, qué sexy” pero yo no les creo, total, ¿qué me van a decir, si son mis amigos? El jaleo que montamos cuando nos juntamos los siete es de locos. Todos hablando a la vez, con el tono de voz más alto de lo normal, dando gritos de emoción por vernos… parecemos un gallinero. Cuando ya se nos ha pasado la algarabía inicial, cogemos todos nuestros bolsos y nos encaminamos hacia el restaurante que hemos reservado para cenar. Es un vegetariano que hay en una céntrica calle de la capital. Hemos decidido ir allí porque así podemos pedir ensalada y no sentirnos culpables por disfrutar después de una tarta o un helado de postre. Que lo nuestro nos cuesta mantener la línea

De camino al restaurante son varios los grupos de chicas que nos dicen cosas al pasar. “¿Dónde vais tan solos?”, “Vaya rebaño ¿necesitáis una pastora?”, “Que no nos enteremos nosotras que esos culitos pasan hambre”. Nosotros hacemos oídos sordos. Es nuestra noche de chicos y no queremos que nadie nos la estropee. Cenamos con nuestro característico parloteo constante que se agudiza según el vino va haciendo efecto, y salimos del restaurante tres horas después, envueltos entre risas, cancioncillas de cumpleaños y tonterías varias, mientras nos dirigimos a una zona de bares cercana ¡Esta noche queremos darlo todo bailando! Aunque yo ya empiezo a notar que los zapatos con cuña me molestan, y caigo en la cuenta de que he olvidado echarme unas deportivas al bolso para cambiarme… siempre me pasa lo mismo.

Al pasar junto a la cola de una discoteca vemos que hay mucha gente esperando, la mayoría mujeres. En ese momento una relaciones públicas se nos acerca y nos hace una oferta que, evidentemente, no podemos rechazar. Igual que ella no podía dejar pasar la oportunidad de invitar a un grupo de siete chicos bien vestidos, maquillados y marcando paquete, que servirán de reclamo para su establecimiento. Según nos acercamos a la puerta de entrada, la jauría de mujeres que esperan para poder entrar nos vitorean, nos silban, y nos dicen obscenidades que, otra vez, nosotros volvemos a ignorar. Es como si fuésemos ganado, presas que harán que las lobas hambrientas entren a su local siguiendo nuestro rastro. Dentro es más de lo mismo. Todo lleno de mujeres. La música está altísima, por lo que, aunque sentimos sus miradas lascivas, no oímos lo que nos dicen, excepto a alguna que se acerca más de lo debido y nos susurra algún piropo al oído, al que nosotros respondemos con una sonrisa falsa sin detenernos. Nos sentimos completamente observados. Hasta por las que están en el bar con sus novios. Decidimos pedir una copa, porque por el precio al que nos las han dejado no podemos desperdiciarlas, y tomárnoslas tranquilamente junto a la barra. Poco a poco nos vamos animando a bailar. Entre nosotros. Divirtiéndonos. Hasta que alguna mujer se nos acerca marcándose un baile patético y descoordinado, agarrándonos por la cadera, preguntándonos que qué hacemos un grupo de chicos tan guapos en un sitio como ese, ofreciéndonos invitarnos a una copa (a cambio de vete tú a saber qué concesiones) o, en el peor de los casos, haciendo alarde de una asombrosa zafiedad. Realmente es incómodo estar ahí. No podemos disfrutar de nuestra compañía porque tenemos que estar todo el rato alerta. Pendientes de la que molesta a uno, de la que se intenta llevar a otro hacia su grupo de amigas… Todo entre risas, claro, porque tratar a los hombres así es muy gracioso. Menos para nosotros.

Decidimos terminarnos esa copa e irnos. El calor es asfixiante pero mucho más lo son las mujeres de ese bar, que carecen de cualquier tipo de educación, como si eso fuera un buffet libre y nosotros el plato estrella por el que se tienen que pelear (de hecho ha habido algún momento que pensábamos que iba a ser así). Salimos a la calle. La noche que se antojaba como una divertida fiesta entre amigos ha acabado siendo un ejercicio de supervivencia que nos resulta agotador continuar. “¿Ya os vais chicos?, qué pronto ¡que la noche es joven! ¿otra copita?”. La insistencia de la relaciones públicas, a estas alturas, también nos parece molesta, así que nos negamos con buenas palabras y sonriendo (siempre sonriendo, para no incomodar a nadie) y nos marchamos. Los tres que viven juntos deciden irse al bar de debajo de su casa a tomar la última; otro va caminando hasta la suya, que está a diez minutos; otros dos cogen un taxi juntos, ya que viven relativamente cerca; y yo me apresuro hacia la parada del autobús nocturno. Todo ello después de muchos abrazos, besos, sonrisas, promesas de volver a repetir pronto, y palabras de esas que a todos nos han dicho nuestros padres “ten cuidado”, “llámame cuando llegues”

Camino hacia la parada del búho por una calle muy céntrica que a estas horas está abarrotada de personas que, como yo, han dado la noche por concluida, o de otras tantas que están en pleno apogeo de su fiesta. Estas últimas son las que más miedo me dan. Veo a lo lejos un grupo de tías que van cantando y riendo, visiblemente borrachas, y decido cambiarme de acera para no cruzarme con ellas. Pulso el botón del semáforo y espero a que se ponga verde, pero ellas son más rápidas. Cuando están a unos metros de mí ya empiezo a escuchar comentarios del tipo “Mira ese”, “A que no le dices algo”, “Venga, valienta”. Y me empiezo a poner nervioso. El semáforo cambia de color y yo echo a andar. Una de ellas me grita. “¡¡Moreno!! ¡¡Bonito culo!! ¿A qué hora abre?” mientras todas las demás le jalean. Yo miro para atrás y grito “Ja-ja-ja, qué graciosa ¿no?”. La que había hablado cambia el rictus y me dice “¿No te ha hecho gracia? A ver si es que no lo has pillado y te lo tengo que explicar”. Me vuelvo a girar y saludo con el dedo de saludar a la gente que es desagradable. Y, en ese momento, la machota de turno echa a correr hacia mí y me agarra el brazo. “Suéltame”, le increpo. Sus amigas le gritan que me deje en paz mientras se ríen desde la otra acera. Ella también se ríe, pero sin ganas, se nota que está enfadada, y me aprieta el brazo mientras me susurra al oído: “No me toques las palmas, chulito, a ver si te voy a tener que enseñar modales”. Intenta besarme pero consigo apartarme a tiempo. Ella se da la vuelta, riéndose, y yo me quedo paralizado un rato, mirando como llega de vuelta junto a su manada, que se ríen y le dan palmadas en la espalda mientras desaparecen por una bocacalle.

Vuelvo a echar a andar, no sé si más enfadado o asustado, y por fin llego a mi parada. Había pensado cogerme un taxi pero no tengo suficiente dinero, así que no me queda más remedio que esperar los 15 minutos que pone que tarda en llegar el búho. Menos mal que no me he puesto las bermudas que pensaba ponerme porque, aun sin ellas, ya me siento bastante observado por las tías que esperan conmigo junto a la marquesina. Me evado mirando mi Facebook en el móvil hasta que, por fin, llega el autobús. Pago mientras esbozo una sonrisa que la conductora me devuelve con un “Gracias, guapo” y una mirada lasciva a mi camisa semitransparente, que ahora no me parece tan buena idea haberme puesto, y de la que, disimuladamente, abrocho los botones para que se vea la menor cantidad de vello posible. Recorro el pasillo y veo que al fondo, sentadas, hay un grupo de cinco tías que me observan con sonrisa burlona, seguramente también beodas. Decido quedarme de pie apoyado en una barra, a mitad de camino. “No te quedes ahí, guapo. Ven a sentarte con nosotras”. Me hago el tonto, por suerte hay más gente en el autobús y puedo disimular como si la cosa no fuera conmigo. Procuro no establecer contacto visual con ellas para que no se lo tomen como una invitación a seguir diciéndome cosas, ya he tenido suficientes gallitas por hoy. “Oye, moreno, es a ti. Trae ese culito aquí a hacernos compañía”. Noto como algunas personas me miran, pero nadie dice nada, y mientras yo, otra vez asustado, disimulo como si mirara algo en el móvil, recorriendo las conversaciones de wasap de arriba abajo esperando que alguien me escriba para poder evadirme de ese momento tan incómodo. “S.O.S.” pongo en el grupo de “Supernenes”, y mis amigos me preguntan qué me pasa, que si necesito que me llamen… Les tranquilizo diciéndoles que no, que sólo quiero que me distraigan porque unas tías me están incomodando en el autobús, y hablamos de lo bien que ha estado la cena mientras, casi sin darme cuenta, llego a mi parada. Bloqueo el teléfono y me acerco a la puerta de salida esperando que se abra. “¿Ya te vas, guapo? ¿Necesitas que te acompañemos a casa?” y por el rabillo del ojo me parece que una de ellas se levanta. La puerta se abre. Me apresuro nervioso hacia el exterior y echo a andar más deprisa de lo normal. Miro hacia atrás y veo que todas ellas siguen montadas en el coche. Ninguna se ha bajado. Y me dicen adiós con la mano mientras oigo sus carcajadas. Siento que el corazón se me va a salir del pecho, y que el móvil se me va a caer de las manos por el tembleque que tengo. “Gilipollas”, pienso. Guardo el teléfono en el bolso y agarro un llavero. Llevo años haciendo lo mismo cuando salgo por la noche. Coloco las llaves de manera estratégica hasta que una de ellas sobresale en punta de entre los dedos, como si fuera un punzón, para defenderme en el caso de que alguien me quisiera hacer algo… Como si eso fuera a servir de mucho. Pero bueno, a mí me hace sentir más seguro.

Vivo en una zona tranquila, y el camino hasta mi casa está bastante iluminado, pero aun así, a estas horas, no puedo evitar mirar constantemente hacia los lados, a mis espaldas, atento a cualquier ruido que perturbe el silencio: una lata de cerveza rodando por el suelo a causa del viento, un gato rebuscando en la basura… una mujer paseando a su perro. ¿Paseando al perro a las tres de la mañana? Me parece raro pero no le doy importancia. Aun así me bajo de la acera para no pasar junto a ella, y camino por la carretera. “Buenas noches, precioso”. Su voz me sobresalta. No esperaba que me hablase. No contesto y sigo mi camino. “Qué antipático ¿no te han enseñado a responder cuando te saludan?”. Sigo caminando. Y de repente, una de las veces que miro de reojo, me doy cuenta de que me está siguiendo. Acelero el paso. Por el reflejo de su sombra y el sonido de las zancadas de su perro, noto que ella también lo ha hecho. “Espera, guapo, que te acompaño, que es peligroso para un chico como tú pasear solo a estas horas”. Casi corro. De repente me grita. “¡¡¡Oye, espera!!”. Giro la cabeza sin dejar de caminar. “Mira lo que te vas a perder, con lo bien que te lo ibas a pasar, puto”. Y observo como se ha subido la falda y tiene su mano manoseándose el coño bruscamente. Ahora sí que corro. Siento que el pánico se apodera de mí. Me va a estallar el corazón de los nervios. Ya no queda nada. Corre. Corre. Me paro en el portal, descoloco las llaves de cómo las tenía puestas entre los dedos y me doy cuenta de que me he hecho sangre. No me importa, solo quiero entrar a mi casa. Veo a la mujer dirigiéndose hacia mí, con la falda aún subida y ahora también con una teta en la mano y una sonrisa asquerosa en la cara. Con los nervios no soy capaz de encajar la llave en la cerradura. Venga. Venga. Por fin. Abro. Me precipito dentro y cierro de un portazo. Sujetando la puerta con ambas manos para asegurarme de que permanece cerrada. Al otro lado, a través del cristal opaco, veo la silueta de la mujer que se para frente al portal y permanece un rato ahí, inmóvil, mientras su perro olisquea por debajo de la puerta. De repente da un par de golpes con el puño al cristal, los cuales me hacen sobresaltarme y retroceder. Me quedo inmóvil y me doy cuenta de que me he meado encima. La silueta desaparece. Yo tengo las manos tapándome la boca, supongo que las puse ahí de manera instintiva para no gritar, o para evitar vomitar de los nervios. Ya está. Ya se ha ido. Rompo a llorar. Las piernas me tiemblan tanto que no me responden y me desplomo en el suelo, de rodillas, con todo mi pis empapando mi ropa y las heridas de las llaves en las manos manchándome la cara cuando me seco las lágrimas.

Ahí permanezco un rato hasta que reacciono, cojo el móvil y llamo a mi padre, que baja corriendo las escaleras, en pijama, más asustado aún que yo. Me abraza. Llora conmigo. Y me ayuda a subir a casa y a desvestirme para meterme a la ducha… “Tranquila, cariño, no te preocupes, ya estás a salvo”. Y, mientras tiro al suelo la blusa, el sujetador de encaje rojo, los zapatos de tacón, y dejo que el agua se lleve mi rimmel, mi pintalabios, y mis lágrimas, pienso que quizá no haya sido para tanto, que quizá soy una exagerada, que no ha pasado nada… Ni que me hubieran violado… O quizá sí, quizá sí es para tanto. Quizá poner a una chica en una situación violenta contra su voluntad es demasiado frecuente, igual que lo es que las mujeres lleguen asustadas a sus casas, y que sufran situaciones desagradables como estas… o peores. Y quizá los hombres no se llegan a dar cuenta del impacto de sus actos… No lo sé… Lo que sí sé es que, para mí, salir de noche ya nunca volverá a ser lo mismo.

…………..

¿A que así tu cerebro ya lo entiende mejor? ¿A que, hasta el final, has tenido que hacer un esfuerzo para imaginarte, e incluso leer bien, los sexos de los personajes? ¿A que si el protagonista no es un hombre, ya no es cómico? Porque, por desgracia, si es una mujer, esta realidad es demasiado habitual. Y cruel.

Y ahora, pregúntate a ti mismo, ¿realmente piensas que hombres y mujeres somos tratados de manera igualitaria en esta sociedad? Y, todavía más importante, ¿qué crees que puedes hacer tú para cambiar estas desigualdades?

*Inspirado en “Las hijas de Egalia”, de Gerd Brantenberg (Editorial Horas y horas)

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