Revista Talentos

No se me pierdan

Por Sergiodelmolino

Últimamente me topo con mucha tontunez a propósito de Perdidos. Tengo en mi mesa del periódico un libro titulado, con dos testículos, La filosofía de Perdidos. No sé si en la misma colección hay otro título sobre La filosofía del paté de olivas negras. El ABCD, que pasa por ser —y así lo pienso— el mejor suplemento cultural de la prensa española, y quizás el único que merece tal consideración, le dedicó una portada a la serie cuando se estrenó la nueva temporada.

Vamos, que hay una parte de la so called intelectualidad que está que no defeca con el paradigma (sic) que inauguran los náufragos aéreos.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

En el otro lado están los odiadores de Perdidos. Aquellos que no paran de gritarnos, desde su letraherida atalaya: “¡Arrepentíos, no escuchéis al falso profeta de Perdidos! ¡Bajo ese disfraz de serie cool y pretenciosa sólo hay vacío, marketing, filfa, gaseosa esbafada!”.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

El problema que tiene Perdidos es que no se ve con la actitud adecuada. El discurso intelectualoide que han alimentado algunos —y los propios creadores de la cosa, claro— ha cegado a alguna gente por lo general bastante lúcida y avispada.

Perdidos no puede decepcionar porque nunca prometió nada. Es una serie para ser deglutida, no paladeada.

Para que la experiencia no sea dolorosa —e incluso para que aporte cierto placer— hay que disfrutarla de la misma forma que uno se comería un whoper o que ligaría con una choni en Pachá a las cinco de la madrugada. Es decir: sin ninguna expectativa. Si te zampas un whoper pensando que estás ante un plato de tres estrellas Michelin o te metes en la cama con una perra arrabalera con piercings en las glándulas suprarrenales pensando que has encontrado un amor como el de Tristán e Isolda, la has cagado.

Con Perdidos pasa lo mismo: que no es Ingmar Bergman, cojones, que es puro y simple entretenimiento, relleno audiovisual con pornografía californiana de baja intensidad. Un chicle para engañar el hambre.

Y eso —oh, intensos del mundo— no es malo. No hay que sentirse culpable por atiborrarse de comida basuta de cuando en cuando o por follar con una analfabeta poligonera con sociopatías diagnosticadas y dos tetas de silicona operadas en una clínica low cost con un crédito de Cofidis. Que en la vida no todo va a ser Brahms y trajes de raya diplomática.

Yo me trago Perdidos con gusto y sin hacerme preguntas. ¿Que ahora sale un humo negro con puños? Pos bueno. ¿Que resulta que se han inventado un templo con un samurai que habla combinando sílabas combinadas al azar? Pos fale. ¿Que pretenden hacerme creer que Hugo, con sus 700 kilos de peso, es capaz de andar cuatro horas por la selva con medio botellín de agua y dos galletas rancias? Pos malegro.

Don’t ask, just look.

A esto me refiero con el porno de baja intensidad.

Es una mezcolanza absurda de géneros, como una canción de Macaco, pero sin ser irritante: aventuras, ciencia-ficción, terror, superhéroes, la ya citada pornografía californiana… Todo a mogollón y sin solución de continuidad, con unos actores francamente malos que, por exigencias de guión, sólo saben poner cara de susto. Cada capítulo dura 45 minutos, la ración adecuada. Si durara más, sería insoportable: justo cuando la trama empieza a hacer aguas, cierran con la previsible sorpresa (noten la tentativa de oxímoron), y a otra cosa.

Como no exige esfuerzo intelectual ninguno, cuando termina el episodio pueden volver a sus lecturas (o relecturas, no quisiera ofenderles) de Jean-Paul Sartre.



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