El año pasado tuve la fortuna de asistir en Valencia al curso de Restauración de encuadernaciones impartido por Arsenio Sánchez Hernámperez. Un curso ameno, completo, desarrollado a la perfección por un profesional de infinita paciencia. En el último trabajo que he realizado, me he acordado aún más si cabe de algunas de las enseñanzas aprendidas, pues consistía en el desmontaje de varias encuadernaciones.
Arsenio nos comentó acerca de varias encuadernaciones “sin valor”, del siglo XIX -si no recuerdo mal- que habían desaparecido de la Biblioteca Nacional en pro de otras mejor terminadas, de gran calidad, realizadas por un encuadernador de prestigio, que preservaban como debía ser el contenido. Hasta ahí todo bien, ¿verdad? Eran encuadernaciones que estaban perjudicando la preservación de ese documento. Ahí comienza el peligro de categorizar las cosas y moverse únicamente por protocolos nunca cuestionados. La encuadernación es un documento en sí misma, aunque de hecho no tenga valor. De hecho, ese valor puede ser adjudicado o no en un momento determinado en el que primen unos criterios por encima de otros, que pueden ser cuestionados más adelante. Al final, de lo que resulta de esa reencuadernación masiva de la que nos habló el profesor es que hoy no tienen ningún testimonio -o muy pocos, imagino- de esa tipología concreta de encuadernación. Esa que no sirve, y deja de existir en un momento dado.
Es interesante esto del concepto de utilidad, y de moverse por protocolos rígidos, y creer que nuestros criterios deben ser cátedra para todo: de nuevo podemos extrapolarlo a conveniencia a muchas facetas de la vida.
En el caso que nos ocupa, tenemos unos legajos precosidos en cuadernillos y hojas sueltas con hilo de lino, con una documentación comprendida entre los siglos XVI y XIX. Tenemos un encuadernador del siglo XIX o principios del XX (desconozco la fecha exacta), que recoge esos legajos convenientemente clasificados por fechas según el papel sellado, y los encuaderna en varios volúmenes con ayuda de los más baratos materiales que tiene a mano: una tela sencilla de color azul oscuro, un papel de aguas de gota de tonos marrones y azules y, para las “guardas”, reutiliza varias hojas del Boltín Oficial de la provincia: no deja guarda volante (es decir, esa primera hoja en blanco que vemos en nuestros libros, cuya contraria está pegada a la tapa), sino que las cose con el cuerpo del libro y luego las pega a las tapas. No coloca lomera (es decir, un refuerzo de cartón o cartoncillo que se coloca encima del lomo y sobre el cual va el recubrimiento del material que sea), sino que pega directamente la tela al lomo del libro, previamente encolado con engrudo. Se ve que parte del papel de aguas también decoraba el lomo del libro por fuera, sobre el cual pegó una etiqueta identificativa con un sencillo número.Para unir todos los legajos en un volumen no se complica mucho la vida: sencillamente opta por pasar un vastísimo cordel taladrando por seis puntos. Además, no mide si en alguno de los legajos no hay margen y parte de la información se ve perjudicada. Un desastre, vamos.De todo ello cabe deducir una primera conclusión: que no le pagaron mucho y que el dicho de ya no se hacen cosas como las de antes es aquí más que discutible. Pero la segunda conclusión es que gracias a esas encuadernaciones esa información todavía está con nosotros en un estado bastante aceptable, mientras que de no haberlo hecho quizá parte de ella hoy estaría perdida.
Pero hoy eso ya no nos basta; necesitamos preservarla de otra manera: necesitamos poder leer esa información en un soporte digital y restringir el uso del original. La conservación de las encuadernaciones se ofrece problemática, entonces. El propio desmontaje para su digitalización (necesario para poder leer la información) implica eliminar parte de esa historia, hoy ya muy deteriorada debido a su mala calidad intrínseca.
Por el momento, esas cubiertas descansan con la documentación original, en unas cajas de archivo hechas a medida a la espera de que sea digitalizada y pueda ser encuadernada de nuevo. Clasificado, foliado, y por supuesto con un pequeño informe de lo encontrado y de los criterios seguidos en su desmontaje.
Todo bien, pero, ¿qué hacer con esa vieja cubierta? La información que ofrece queda preservada en ese informe, pero ¿y qué hay
del propio material? Es más: ¿nos olvidamos de esa encuadernación por su mala calidad y la ignoramos decididamente como testimonio histórico?En el mundo de la restauración hay cosas muy complejas, pero quizá la peor sea tomar decisiones de descarte. Saber lo importante a conservar y desechar aquello que es perjudicial para ese objetivo. En cualquier caso, cualquier profesional sabe perfectamente que cualquier intervención, por leve que sea, implica un cambio en la obra. Hasta una limpieza superficial.
Por eso hacemos tanto incapié en preservar, preservar y preservar en lo posible. Utilizar siempre materiales y tratamientos que respeten la obra -o al menos aquellos que hoy se considera que respetan la obra-, no eximen de ese cambio. No se trata de un Síndrome de Diógenes con ínfulas, sino de respeto, porque nuestros criterios de hoy, esos que creemos inamovibles, quizá cambien mañana ante nuevas evidencias.
Y qué bueno sería que esos principios que aparecen en nuestro código deontológico sirvieran también para otras profesiones, o simplemente para conducirnos en la vida.