Siguen los días del regreso a los trópicos, y otro año más cruzan por nuestro monte algunos papamoscas grises (Muscicapa striata, arriba). Pero no debe de gustarles mucho la travesía, porque prefieren vivir en sitios mucho más frescos y umbrosos, en los escasos bosques de ribera que aún se mantienen junto a los ríos de La Mancha. Lo mismo cabe decir de otras aves de paso comunes en estos días, como los zarceros comunes, los autillos, y las oropéndolas que nos ocupaban la semana pasada. Otros nómadas son más bien propios de roquedos, naturales o artificiales (pueblos), como los vencejos y las golondrinas. El caso es que las aves que cruzan por nuestro ecosistema en sus migraciones invariablemente suelen preferir otra clase de hábitat. Prácticamente ninguna especie de paso o accidental reside en el hábitat del matorral mediterráneo. Dicho de otro modo: los pájaros que viven en nuestro ecosistema son prácticamente todos los típicos del matorral bajo en esta región de España. Y esta observación que parece tan sencilla esconde una gran verdad sobre el funcionamiento de la naturaleza.
Vayamos por partes. Según los libros de texto de ecología, una comunidad cualquiera, por ejemplo, de pájaros, se compone de especies que desempeñan determinados "papeles" en la economía del ecosistema, papeles que se suelen llamar nichos ecológicos (por ejemplo, gran carnívoro, carnívoro mediano, carnívoro pequeño...). La ecología clásica nos dice que por cada nicho debemos esperar una sola especie en la comunidad. No puede haber más especies que nichos, porque si dos especies intentaran ocupar el mismo nicho, competirían una con otra hasta que sólo quedara una. En esta visión, la comunidad de pájaros vendría a ser como un club selecto donde sólo se admite a las especies más competitivas.
Sin embargo, esta visión clásica no cuadra bien con la realidad. Si fuera cierta, habría un límite para la cantidad de especies en las comunidades: el número de nichos disponibles. Pero la realidad es que se observa justo lo contrario: la mayoría de los paisajes no parecen estar limitados de ninguna manera en su número de especies. Pongamos por caso nuestro monte. ¿Qué clase de club selecto va a ser, si prácticamente viven en él todas las aves típicas del matorral bajo en la región? Si la competencia fuera importante, algunas de esas aves habrían quedado excluidas por las especies más competitivas. Como no hay indicios de que esto suceda, la comunidad de aves se parece más bien a un local de aforo ilimitado que a un club selecto. Y si el aforo ilimitado para las especies es la regla general en los paisajes, como parece serlo, entonces llevamos décadas dando a la competencia un papel exagerado en las comunidades naturales...
Los más interesados en este tema, ¡atentos al artículo clásico del tercer enlace!