La historia de una madre que desvela su homosexualidad a su hija tras la muerte de su marido, escrita por Daniela (Bilbao), es el relato más leído en GSN durante nuestros cinco primeros meses de vida. Gracias, Daniela, por un relato tan conmovedor.
Por Daniela (Bilbao)
Yo no soy lesbiana, pero mi madre sí. Parece una frase recurrente que se usa en las camisetas que se venden en las tiendas de Chueca, pero es también mi realidad y la de mi familia. Una situación muy diferente a la que han descrito otros y otras. No fui yo quien le revelé a mi madre mi homosexualidad. Fue ella la que, tras la muerte de mi padre, se sinceró conmigo, su única hija, y me dijo un secreto que había guardado 50 años.Lo tenía todo preparado. Muchos años pensando cómo lo haría. Y, pese a ello, no pudo siquiera reprimir las lagrimas sin haber terminado la primera frase. La angustia de confesarme su secreto le impidió acertar en el uso de las palabras que había ensayado muchos años frente al espejo.
Esperó a que falleciese mi padre para decirme no sólo que era lesbiana sino que, además, llevaba una doble vida desde hacía mas de 20 años.
Dos décadas en la que cumplió escrupulosamente con su papel de esposa y madre y sus escapadas a Madrid con la excusa de visitar a unas amigas de la infancia, pese a que su verdadero propósito era reunirse a escondidas con su amante, Adriana, en un apartamento que alquilaban en una pensión de la calle Echegaray. Era el único espacio en el que ambas podían expresar sus verdaderos sentimientos y acariciarse sin temor a ser descubiertas.
Mi madre me reveló su orientación sexual en 2005, un mes después de la muerte de mi padre. Ella había nacido 50 años antes, en 1955, y se había trasladado con sus padres desde Madrid a Bilbao en busca de un trabajo en el incipiente sector industrial.
En 1974, con apenas 19 años, y en plena decadencia del régimen del moribundo Francisco Franco, contrajo matrimonio con mi padre. Un hombre que, según ella, le aportaba seguridad, serenidad y mucho cariño. Era un hombre bueno.
En 1985, en una visita a su madre, se reencontró con una amiga del barrio y, poco a poco, comenzaron a escribirse y a expresar, entre líneas, los sentimientos que comenzaban a aflorar.
Mi madre, que hasta ese momento se escudaba en mil excusas para no viajar a Madrid, comenzó a ir de manera asidua a la ciudad en la que había nacido, pero que, curiosamente, era un territorio extraño en el que se sentía incomoda.
El marido de Adriana murió en 1999 y, desde entonces, y aprovechando que sus hijos ya no convivían con ella en su domicilio, comenzaron a verse en su vivienda. Fue su primer gesto de rebeldía y de reivindicación de una relación que, pese a la distancia, se fortalecía con el paso de los días.
Adriana, mi madre y yo somos, desde entonces, una familia. Mi madre fue valiente, pero Adriana no se atreve. Teme que sus hijos no la entiendan y no acepten su homosexualidad.
No vivimos bajo el mismo techo. Nosotras mantenemos nuestra casa de Bilbao y Adriana la suya, en Madrid, pero la distancia y los viajes no son un inconveniente. Ambas planifican sus encuentros como dos adolescentes que viven cada viaje con el mismo nerviosismo y pasión que el primer día.
Echo de menos a mi padre y mi madre también. Fueron muchos años juntos. Adriana (nombre ficticio) ocupa otro lugar. Es mi segunda madre.
Mi nombre también es un seudónimo. Y la única foto que me han sugerido que publique es una de la calle de Echegaray, en la que vivieron sus primeros encuentros amorosos.