Revista Cine
Basta con echar un vistazo a las audiencias de televisión para constatar que el mal cuenta con más adeptos que el bien. Siempre fue así, desde que El Caso se hizo papel allá por 1952 (el semanario sensacionalista y truculento se comercializó en los quioscos hasta 1987, e hizo de nombres como el Lute o Jarabo, personajes populares, nombres cotidianos en las conversaciones familiares de la España de Franco), desde los tiempos en que Dante dejó por escrito su visión del infierno, desde que la Biblia y los cuentos orientales poblaron de pesadillas nuestros sueños, desde que el mundo es mundo. Pero si en otro tiempo los televisores hablaban de los sucesos más macabros desde el punto de vista detectivesco (Kojak, Colombo, Canon, Hawaii Five-0, Hill Street Blues...) -vía USA, cómo no- con la llegada de las cadenas de pago los malos se han hecho con nuestra más rendida admiración -de nuevo, vía USA-. Así, aplaudimos a Tony Soprano y los camellos de The wire lo mismo que al tesorero corrupto de Atlantic City que interpreta Steve Buscemi en Boardwalk Empire, al proxeneta sifilítico de Deadwood o a ese profesor de química de Alburquerque llamado Walter White que, ante la improbabilidad de que remita el cáncer de pulmón que le han diagnosticado, decide crear la más pura de las metanfetaminas y dejar a su esposa, embarazada, e hijo, adolescente y minusválido, en una posición cómoda y desahogada, sin que ambos lo sospechen siquiera.
Breaking bad, la serie en cuestión, se encuentra a punto de estrenar su cuarta temporada (en realidad debería haberse producido el pasado marzo: toquemos madera), y si ya en la primera sesión, la huelga de guionistas de Hollywood de 2007-2008 no pudo con ella -redujeron a 8 episodios los 13 habituales y previstos sin que el listón bajase del notable- es de imaginar que habrá entretenimiento garantizado por unas semanas. No debería extrañar el éxito de la misma: House M. D. se mueve en coordenadas similares y lleva años sumando admiradores: tramas personales tejidas alrededor de un hombre de ciencia que mezcla su talento con el asco que le provoca la sociedad que le rodea, sólo que en Breaking bad las historias son llevadas hasta el límite, rozando el chiste -¡un episodio completo para exterminar a una mosca!-, con un ojo puesto en el cine negro, la corrupción, el narcotráfico, las coincidencias catastróficas -el accidente de aviación que los títulos de crédito predicen con mucha antelación- y el otro en un guiño evidente a la la sociedad actual -el sistema médico, el tinglado de las finanzas-, al mundo pop -Georgia O'Keeffe, The Beatles- y al origen científico del protagonista -la memoria relacional, el método de síntesis del cristal-.
Interpretado por Bryan Craston, Walter White, alias Heisenber, el profesor que complementaba sus ingresos en un lavadero de coches hasta que decidió pasarse al lado oscuro, pese a contar con un familiar, un cuñado, en la DEA (Administración de Cumplimiento de Leyes sobre las Drogas), y Jesse Pinkman, el fracasado politoxicómano que borda Aaron Paul, forman una extraña pareja, difícil de comprender fuera de la pantalla... y sin embargo, nos la creemos. Con una banda sonora excepcional, algo cada día más común en la televisión de calidad, y el fondo de los paisajes desérticos de New Mexico, no cuesta posicionarse del lado de los transgresores. Pero ¡ojo!, queremos a los malos, los adoramos, en el cine, en la televisión, rara vez en la vida pública y nunca, jamás, en esta si hacen ostentación de poder, de riqueza, de su capacidad negociadora, de su cargo político, de su sibilino zigzaguear entre la legalidad y la inmoralidad.
Aunque algunas veces creamos que el hombre camina perdido, que su admiración por el perfil perverso de los protagonistas de las series de moda demuestra la descomposición de la sociedad actual, su decadencia, no conviene olvidar que sabe diferenciar: Dexter es un asesino al que repudiaríamos si fuese nuestro vecino, lo mismo que a la viuda Nancy de Weeds, por muy guapa que se nos presentase. Igual que al muy real Dominique Krauss-Kahn, a quien de momento se ha de llamar presunto violador, pero a quien ya podemos acusar de mentiroso, despilfarrador, sinvergüenza y obstructor de la Justicia, y de quien esperamos un futuro más lleno de sombras que de luces. Todo lo contrario que a los manifestantes de la madrileña puerta del Sol o la zaragozana plaza del Pilar, a los hartos que gritan: ¡Democracia Real YA!, a quienes el lunes 23, el día después de las municipales, esperamos ver despojados de máscaras, sin más pasado que el de la verdad y con un futuro brillante.
Jesse Pinkman y Heisenberg