—¿Hace diez años? —me preguntó una compañera—. ¿Todavía te acuerdas?
Sí, se cumplen ahora, se han cumplido el 9 de mayo, diez años desde que entré llorando en la consulta de mi médico de cabecera y le dije que no podía más. Lloré durante cuarenta y cinco minutos en su consulta y llevaba llorando sin parar desde que me había levantado 8 horas antes. Han pasado diez años y lo recuerdo cada día. Recuerdo cómo pensé que peor que aquello no iba a estar y como luego me deslicé a lugares muchísimo más oscuros en los que habité durante más de año y medio hasta empezar a mejorar y volver a recuperar, poco a poco, mi vida: la que tengo ahora en la que no me da miedo levantarme cada mañana.
Siempre digo que no soy un ejemplo para nadie y que no me gusta decir que de la depresión aprendí algo, porque no quiero convertirla en una experiencia que mereciera la pena. Cuando la pienso, porque la depresión es un ente completo, con existencia independiente a la tuya que puede en cualquier momento volver a atacarte (tuve una recaída en 2020), la pienso por encima, como a vista de dron, porque si profundizo me aterrorizo, me falta el aire y quiero llorar. Así me asusta, así es el miedo que me hace sentir. Como digo, no soy un ejemplo ni una voz autorizada ni nada por el estilo; pero sí sé lo que es una depresión y en diez años he visto cómo hemos pasado de no hablar del trastorno depresivo porque daba vergüenza a que todo sea depresión.
Es horrible autocitarse, pero en una charla que di en 2018, y que se llamaba ¿Cómo alguien como tú puede tener una depresión?, decía:
«¿Cuántos de los que estamos en esta sala, probablemente todos, hemos dicho en el último día, en la última semana, en el último mes y seguro que en el último año: "Qué depresión, qué deprimente, qué depresivo, qué depresión tengo", cuando lo que nos pasaba era que habíamos discutido con nuestro jefe, nos había dejado nuestra pareja, nos habíamos divorciado, nuestros hijos nos habían dado un disgusto, había un atasco descomunal o llovía en nuestra semana de vacaciones? Todos. Decimos tantas y tantas veces esas palabras que las hemos frivolizado, las hemos vaciado de contenido; y cuando quieres usarlas para contarle al mundo que estás destruido y que te quieres morir, te parecen pequeñas, te parecen absurdas, te parece que no sirven. Y es que no sirven, porque tú no quieres decir: "tengo una depresión" o "estoy deprimido", tú lo que quieres decir es: "soy una depresión"».
Han pasado diez años y ahora a nadie le importa decir que va a terapia, todos vamos a terapia, a todo el mundo todo le «da» depresión y todo el mundo habla de salud mental. Todo es salud mental.
Y yo digo que no. Hay que hablar de salud mental, por supuesto que sí. Tienes que poder hablar con naturalidad de tu enfermedad tanto si es depresión como esquizofrenia, brotes maníacos, paranoia o ansiedad. Claro que sí. Pero no todo lo que nos pasa en la vida y nos crea malestar, agobio, tristeza, desencanto, pena, desilusión, pesadumbre, nerviosismo, zozobra, frustración, amargura, decepción, angustia, insomnio, inseguridad, desdicha o ganas de llorar es un problema de salud mental.
Es la vida.
No estoy desmereciendo ni menospreciando el sufrimiento diario, las desdichas que cada nuevo día nos trae y que pueden ser de mil tipos y todas muy desagradables. Por supuesto que hay grandes problemas que agobian sobre manera y que son de esos de los que intentas huir, como cuando eras pequeño, cerrando los ojos, tapándote con la manta, soñando con dormir y despertarte cuando lo que sea que te aflige haya desaparecido. Quieres volver al estadio anterior de tu vida, a ese momento en el que, aunque no lo sabías, todo iba bien. Todos tenemos problemas así. Unas épocas menos y otras más. Pero no son problemas de salud mental aunque todo ahora se denomine así. Yo veo claro que en diez años hemos pasado de un extremo al otro del péndulo. Una década atrás éramos 3 los que decíamos «sí, estoy de baja por depresión» (y que conste que no me siento una heroína por ello: yo lo decía porque tenía tan pocas fuerzas para vivir, que gastarlas mintiendo sobre mi estado era un esfuerzo que no podía permitirme. Además, me daba todo igual, solo quería morirme) a que ahora todo el mundo tenga depresión o ansiedad o un «problema de salud mental» que es un saco en el que cabe cualquier cosa que te ocurra y que no te guste.
Y no es así. Hay trabajos precarios, trabajos de mierda con sueldos miserables; hay relaciones de pareja que te destrozan la vida, la autoestima y el futuro; hay movidas laborales con jefes, compañeros; proyectos que te comen la vida porque te encabronas o te frustras o te dan ganas de mandarlo todo a tomar por culo; hay hijos, padres, hermanos, madres, abuelas, tíos y tías que ennegrecen las relaciones familiares por diferentes motivos y que causan una tristeza enorme. Hay diferencias de clase, problemas de vivienda, de acceso a la sanidad, de recursos y un millón de cosas más... pero todo eso no es cuestión de salud mental. No estoy diciendo que todo eso no influya en que muchos desarrollen, desarrollemos, depresiones, ansiedad o cualquier otro trastorno mental, pero no a todos. Y no todo el tiempo y no todos los días.
No estoy culpando a nadie. O sí: a todos. Sé que esto no está bien visto pero nos hemos vuelto cómodos, nos hemos vuelto frágiles. No es ni siquiera un problema generacional, no es que haya unos que sean «de cristal» y otros no; todos nos hemos vuelto frágiles porque es más cómodo, porque todos queremos estar bien todo el tiempo. No queremos estar tristes ni acojonados ni cabreados ni sentir malestar, angustia, ansiedad anticipatoria, no queremos discutir ni que nos digan que hemos hecho algo mal ni recibir una crítica aunque sea constructiva. No queremos que nos lleven la contraria ni que nos refuten nuestra opinión porque todos tenemos razón. ¿Quién va a saber mejor que yo mismo lo que sea? No queremos fricciones ni distancias ni sabemos diferenciar las relaciones personales. Por ejemplo, no todo el mundo con el que trabajas te tiene que caer bien, solo hay que saber trabajar juntos. Tampoco queremos, lógicamente, sentir dolor, una enfermedad, una preocupación o un luto, claro que no queremos. Eso es una putada pero no es mala salud mental. Como he dicho antes, es la vida.
«Nos creemos que tener una depresión es estar muy triste por un desengaño amoroso o estar llevando un luto terrible por la muerte de un ser querido, o tener preocupaciones económicas, preocupaciones materiales, o tener una época en la que no te apetece hacer nada y estás desganado, y todo eso, multiplicado por un millón, estar triste, estar aburrido, estar enfadado, tener el corazón roto o estar atravesando un luto terrible, todo eso, multiplicado por un millón, no se parece a lo que es tener una depresión. Sufrir una depresión es no saber quién eres, no reconocerte en el cuerpo, sin fuerzas y sin voluntad, que cada mañana llora porque no se puede enfrentar al nuevo día, porque cree que no va a llegar al final de ese día, que no va a ser capaz. Sufrir una depresión es estar ahogándote y querer ahogarte, es querer pedir ayuda y al mismo tiempo querer morirte todo el tiempo. Sufrir una depresión es ver a tu familia, a tu pareja, a tus hijos, y no poder quererlos, y que te dé igual no poder quererlos. Sufrir una depresión es tener más miedo del que has tenido en toda tu vida, más miedo del que creías que se podía tener. ¿Y qué te da miedo? Te da miedo vivir».
Ni puedo ni quiero ni pretendo dar lecciones a nadie, pero hay que replantearse cómo afrontamos el malestar vital. No es algo que se pueda borrar de un plumazo de la existencia, tiene que estar, hay que sufrirlo, encajarlo y manosearlo hasta que desaparezca, como cuando te hurgas un diente roto, una llaga o una herida. ¿Cuántas de las cosas que hace un año, un mes o diez días te generaban malestar han desaparecido o ni siquiera te acuerdas de ellas? Hay que aprender a gestionar el desasosiego vital por los avatares del día. A todos, también a mí que no soy inmune a todo esto, nos gustaría que cuando algo nos perturba pudiéramos apagarlo, darle al off, borrarlo de un plumazo o, como he dicho antes, dormir y que pase rápido; pero la vida no funciona así y no tiene que funcionar así. Una herida no se cierra más deprisa porque tú te empeñes en que así sea ni una planta florece a nuestro antojo por mucho que a nosotros eso nos hiciera felices.
Vivimos en una sociedad profundamente desigual, egoísta, individualista y que pierde el tiempo en batallas ridículas que se pueden pelear desde el sofá sin preocuparnos de lo que podríamos hacer, si es que hay algo, para pelear las batallas grandes. Estamos cansados, agotados, de vivir corriendo, de exigirnos todo el tiempo ser productivos, hacer cosas, lucir bien, cocinar sano, hacer deporte, querer a tus hijos, ver a tus amigos, hacer bien tu trabajo, pagar la hipoteca, la comida, la gasolina, las vacaciones, la vida... Todo es agotador y, a veces, da ganas de mandarlo todo a la mierda. Es así. Estamos frustrados y hartos y encabronados y tristes, pero esto no se cura creyendo que todos tenemos depresión, que la terapia es como un hechizo de un hada madrina y que las pastillas nos salvarán.
Como he dicho antes, hemos pasado de que nadie lo mencionara a que ahora todo el mundo tenga un problema de salud mental y tan malo era una cosa como la otra, porque antes te daba vergüenza hablarlo y, ahora, si estás enfermo y lo cuentas te vas a encontrar con respuestas como «yo estoy igual». Y no es verdad y, además, es una respuesta que duele igual que cuando te decian "lo que tienes que hacer es animarte".
No todo es una depresión. Y menos mal.