Revista Coaching

No trabajamos con maquinas, lo hacemos con personas

Por Jlmon
NO TRABAJAMOS CON MAQUINAS, LO HACEMOS CON PERSONAS

“No trabajamos con maquinas, lo hacemos con personas”

Esta es una afirmación que es frecuente escucharla en foros educativos preocupados por la consecución de un acto educativo integral, es decir un proceso compartido en el que unos aprenden para enseñar y otros enseñan para aprender o si se quiere, una educación en la que haya más educadores que profesores y es que los términos, aunque no lo parezca, pueden establecer un abismo entre la insoportable levedad de la monotonía impuesta y el deseo de ser cada día un poco mejor.

“No trabajamos con maquinas, lo hacemos con personas”

Esta es una afirmación que debiera presidir el departamento de Recursos Humanos de toda empresa que se precie de ser, ante todo, un conjunto de personas embarcadas en una aventura común, en otras palabras y, como se suele decir vulgarmente, un equipo cohesionado con metas deseadas y compartidas.

Sin embargo y pese a excepciones cada vez más frecuentes, la realidad nos habla de profesores y alumnos, jefes y trabajadores, uniformidad jerarquizada, tubos y embudos, para qués sin por qués y, en definitiva obligaciones inexcusables frente a compromisos y retos compartidos. Pero no podía ser de otra forma en un modelo de sociedad que, pese a estar desahuciado por la banca del tiempo, todavía se inspira en los principios del maquinismo, la producción en serie y un mercado que se dice libre. Tiempos en los que todavía se contemplan espectáculos demodé protagonizados por empresarios soeces y sindicalistas torpes y aburridos. Tiempos en los que todavía algún decano de facultad ingenieril se vanagloria de convertir en excelencia el fracaso de un alto porcentaje de sus alumnos a la hora de cursar sus estudios en los plazos razonablemente previstos. Tiempos, en fin, en los que el Director de Recursos Humanos es el primo hermano del psicópata del tres al cuarto que nos asusta desde el celuloide con la motosierra goteante.

Nadie debiera poner en duda la desigualdad porque existe y existirá desde que Villaconejos tiene memoria de sus fiestas patronales. Empresarios y trabajadores, capital y fuerza de trabajo, derechones y rojillos, feos y guapos, gordos y flacos, golfos y cándidos, arquitectos y paletas…

¿Y qué?

La cuestión no está en la desigualdad sino en la felicidad y esta no se mide necesariamente en términos de cientos o miles. No debiéramos vivir para trabajar, pero menos aún debiéramos trabajar para vivir o, al menos, no debiera ser la justificación última para aprenderse la lista de reyes borbones, la diferencia entre un suelo autóctono y uno alóctono, la condenada obligación de levantarse de la cama a toque de trompeta o la irremediable resignación que acompaña a la decisión errónea del mando intermedio a cargo de la línea de producción.

Una escuela, una empresa, un partido político, una sociedad en fin, tiene en común la reunión de una serie de personas con un único fin VIVIR no SOBREVIVIR. La desigualdad se les supone, unos aportan su dinero, otros sus títulos, estos su experiencia, aquellos su habilidad y, todos en conjunto, sueños y aspiraciones, pero desiguales aunque no por ello menos respetables. La cuestión reside en ser conscientes de ese nexo común en lugar de insistir, una y otra vez, en el principio de la desigualdad natural como principio de autoridad a preservar o reivindicación histórica por la que luchar.

Ni queremos empresarios que inspiren a Dickens en su aniversario, ni deseamos un Owen que nos consuele con su paternalismo incongruente. Ni queremos empresarios comprensivos y condescendientes, ni deseamos sindicalistas encendidos y cortos de miras. Ni obreros, ni alumnos, trabajadores o profesores, mangantes y mangados, consejeros y encargados, ni gestores disfrazados de lideres, pecadores y redentores, fontaneros o ingenieros nucleares.

Queremos personas.

Personas con talentos que no talento, ideas, dinero o ganas de trabajar, sueños y aspiraciones y, al final, por supuesto, un beneficio que les permita sobrevivir mientras continúan viviendo.

Si en estos momentos, ahora que la reflexión concluye, está esbozando una sonrisa irónica o condescendiente ante tanta ingenuidad y fantasía, lo sentiré porque no habrá comprendido nada y continuarán confundiendo la desigualdad con diversidad.

Buena suerte.


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