Revista Cultura y Ocio
No sabe uno si la fe mueve montañas, pero es seguro que anima la caja y hace que el tintineo de las monedas cobre vida. Si a la fe se la embute en un traje épico y estamos en una sala de cine, hay varias posibilidades. La más cinéfila es que sea una obra de Cecil B. de Mille o del primer William Wyler. La otra, de menor rango, es que toda esa grandilocuencia y esplendor reclutados para que el espectáculo sea más grande que la vida misma sea una película de gran estudio, financiada sin excesivos recortes, pensada para que arrase en taquilla, aunque luego los festivales la ignoren. El cine épico (sea de inspiración cristiana o no) es una especie de catedral, ante la que cualquiera entra recogido, empequeñecido. Creo que toca ir a ver Noe. No porque me atraiga mucho su propuesta narrativa, sino porque hay películas que está uno inclinado a ver, sin entender bien el porqué, sabiendo incluso que hay decenas de otras (que están en cartelera o que tiene uno a recaudo en casa, en DVDs o en discos duros) que vería con mucho mayor entusiasmo y entrega. En ese orden de cosas, tengo en lista el nuevo Capitán América (infame, a decir de mi amigo Álex), Spiderman o la nueva entrega de los Vengadores. Saldré de todas con el espíritu decaído, pero no dejaré la oportunidad de verlas en la sala grande, como debe ser, hechizado por la pantalla, por su tamaño, por el rito de entrar en una habitación oscura, buscar un asiento y dejar que me cuenten una historia, aunque tenga que vestirme de credulidad. ¿Qué mayor esfuerzo de credulidad que aceptar cualquier historia que vierta la Biblia, diluvios, resurrecciones, todo ese espectáculo del mar abriéndose para que pasen los elegidos? Bergman era mucho más sutil: hacía un traje de recia confección teológica y metía en los bolsillos todo el merchandising de la vida eterna y de la Derecha del Padre, del pecado y de la muerte como puente entre dos mundos, pero no hacía que atronasen las aguas. Claro que hay un tiempo para Bergman y otro para que las aguas atruenen y los cielos se partan en dos. Hay que meterse de vez en cuando una ración potente de milagros. El cine es el vehículo idóneo para ese tipo de frivolidades. Su oficio es abrumar, hacer que nos sintamos en una catedral, mirar arriba, contemplar la construcción imponente y dejar que el tiempo pase sin que nos percatemos de su transcurso. Seguro que Noé cumple con todo eso.