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Uno de los papeles que más me gusta en esta vida es el de cónyuge invitado. Como mi mujer es médico, los lugares en los que desempeño ese descansado rol suelen ser congresos, encuentros, simposios, cursos y otras reuniones de anatomopatólogos, como el que este fin de semana se celebra en Norwich, en la costa este de Inglaterra. Los cónclaves médicos son pródigos en canapés y buenos vinos, amén de otros entretenimientos en los que también me complazco en participar. A todo ello puedo aplicarme con denuedo, sin tener que sujetarme a ninguna norma profesional, ni dar conversación, ni parecer inteligente. Además, en cuanto los colegas de Ángeles se enteran de que no soy del gremio, me dejan en paz. Es maravilloso. Así sucede también hoy en Norwich. El encuentro se desarrolla en Dunston Hall, una mansión victoriana construida en 1859 por Robert Kellet y hoy convertida en hotel. La fachada principal, coronada por aguilones holandeses, y algunos salones centrales, de nobles artesonados, impresionan, pero las instalaciones son añejas y el mobiliario necesita una renovación. En los cientos de metros de pasillos que tenemos que recorrer para llegar a nuestra habitación, irremediablemente cubiertos de moqueta, me llaman la atención los muchos dibujos de Mauricio Escher que adornan las paredes, junto a litografías de una ortodoxa panoplia de motivos británicos: purasangres, árboles genealógicos, escudos de armas con leyendas en latín o francés, y castillos, muchos castillos. El contraste entre las imposibilidades contemporáneas de Escher y las pétreas tradiciones británicas es también muy británico. La cena de bienvenida es informal, es decir, se celebra fuera del marco del encuentro, en un pub extrañamente llamado The Wildebeest, "El Ñu". Allí conozco a muchos de los compañeros de profesión de Ángeles, que componen un conjunto digno de cualquier reunión de sospechosos en una novela de Agatha Christie. A mí me toca sentarme (sentarse en una comida social es como jugar a la ruleta rusa: si caes al lado de un pelma o frente a un cartujo, poco te aprovechará el lenguado) delante de B. C., un octogenario al que todavía le gusta participar en estos festejos. Sus orejas son dignas de un heredero de la corona; sorprendentemente, está sordo. Yo desisto de contarle nada, porque nada parece atravesar su sordera, pero escucho con interés sus historias. Después de una dilatadísima vida profesional, que se inició en la Universidad de Oxford y que, en su calidad de doctor emérito, se prolonga hasta hoy, guarda un saco de anécdotas. En los años 70, en España, por ejemplo, conoció al marqués de Villaverde (cuyo nombre me cuesta identificar: B. lo pronuncia como Belvedere), a quien recuerda como un amante de las francachelas, siempre dispuesto a ir de cacería o a la playa, según apeteciera. A su lado, añade, la hija de Franco parecía una monja cariacontecida. B. es también un experto en lo que los ingleses llaman la Guerra Peninsular, es decir, la que se sostuvo en España y Portugal contra las tropas de Napoleón a principios del siglo XIX, y me regala una ajustada versión de la batalla de Buçaco, en la que el ejército anglo-portugués de Wellington les dio para el pelo a los 75.000 franceses del mariscal André Masséna. No obstante sus conocimientos, le he de recordar a B. que los españoles que lucharon en la Guerra de la Independencia no lo hicieron solo como guerrilleros, sino que el ejército regular también venció a los franceses: por ejemplo, en Bailén, que fue, además, la primera derrota del ejército napoleónico en campo abierto, y donde los españoles mataron o capturaron a prácticamente todos los combatientes franceses. A un lado de B. se sienta una maltesa descendiente de croatas, y, al otro, un sueco, aunque no parece vikingo, sino sudanés; de hecho, es sudanés. Trabaja en Gotemburgo desde hace quince años y siente un gran interés por la lengua española que, nos cuenta, está estudiando: todos sus amigos son hispanoamericanos, y le disgusta no enterarse de qué dicen cuando hablan entre sí. Me pregunta por Almodóvar y por Gaudí, y yo le respondo que no todo el arte español es tan barroco como el que hacen -o han hecho- ambos. También recuerda con placer Belle Epoque, la película de Fernando Trueba ganadora de un Oscar, y rememoramos juntos aquella estupenda escena en la que Fernando Fernán Gómez, contento por que una hija suya, que sospecha lesbiana, haya pasado momentos de intimidad con un hombre, pregunta, ilusionado: "¿Y hubo cópula?". También nos cuenta, ante nuestro interés por los ritos del islam, que profesa, que él ya ha cumplido con el deber de peregrinar a La Meca, y que no sintió ningún fortalecimiento espiritual digno de reseñar, pero que se divirtió mucho; y se comprende: viajaba con amigos, dormían donde les apetecía y todo el mundo los trataba con simpatía: como en una excursión del colegio, vamos. A la mañana siguiente, y tras el invariable desayuno inglés, que compartimos con varios autocares de lo que debe ser el INSERSO inglés, salgo a pasear por la finca de Dunston Hall, ocupada en su mayor parte por un campo de golf. Veo muchos letreros que prohíben pasear por los tees, y es lógico: una pelota de golf puede matar. (De hecho, este fin de semana ha muerto un jugador australiano de críquet, Phillip Hugues, por el impacto de una bola en el cuello, que le rompió la arteria cerebral y le provocó una hemorragia fatal). También veo, en la hierba y entre los árboles, hongos como paraguas. A poca distancia del edificio principal está la pequeña iglesia de San Remigio Dunston, gris como el día, con una hermosa torre normanda. El cementerio adyace al templo. Paseo por entre las tumbas, aunque no localizo ninguna leyenda interesante: todas repiten los consabidos "in loving memory" y "reunited" cuando el cónyuge supérstite fallece por fin (pienso que no podría traducirse como "reunidos", porque entonces parecería que celebran un encuentro de trabajo; debería ser "juntos de nuevo" o "juntos otra vez"). Observo que, justo delante del camposanto, se encuentra otro campo, también santo para muchos, el de fútbol, y que han tendido una red entre ambos para evitar que las pelotas se cuelguen entre las tumbas: no sería decoroso que los jugadores hubieran de saltar a la necrópolis para recuperarlas, y menos aún que un pelotazo derribara una lápida del siglo XVII; es más, sería sacrílego. Camino después por el bosque, siguiendo una ruta que la omnipresencia del campo de golf vuelve exigua, pero cuya pequeñez no me impide disfrutar de la espesura de las arboledas, y de la alfombra de hojas -la moqueta de la floresta- que lo cubre todo, y del tapiz de humedad, y de los ratoncillos que corren, de pronto, entre las raíces, y de las cortezas plateadas de los abedules. El sol no llega a asomar en toda la mañana, pero, cuando parece que las nubes se adelgazan lo suficiente como para que una tenue claridad se proyecte sobre el mundo, las cosas ganan entereza y, al mismo tiempo, transparencia: se vuelven objetos cristalinos, realidades talladas con una insólita minucia. Tras un almuerzo frugal y una siesta a la que quince meses de vida en Inglaterra no me han llevado a renunciar, dedico la tarde a nadar en la piscina del hotel y a leer, en el garden lounge, lleno de camareros que no dejan de preguntarme si deseo otro té o cualquier otra cosa, Sobre la crítica literaria, de Marcel Reich-Ranicki, el famoso crítico literario alemán, con un largo epílogo de Ignacio Echevarría. El libro justifica la necesidad o pertinencia de las críticas negativas, y es muy adecuado que sea Echevarría quien le ponga el colofón: todavía se recuerda su agria salida de El País, a causa de una crítica demoledora -y muy justificada- de un libro de Bernardo Atxaga. Por fin, la cena formal del encuentro se celebra en un salón privado de Dunston Hall, donde Ángeles y yo, dos españoles, nos sentamos en una mesa con una alemana, una india, una australiana y dos ingleses. Antes, un holandés nos ha ofrecido su casa en Cornualles. Si lo hacía por cortesía, y dando por supuesto que nunca aceptaríamos la invitación, yo le he hecho notar que cometía un error fatal: estamos muy dispuestos a aceptarla, es más, nada ni nadie podrían ya disuadirnos de aceptarla. Cornualles es, probablemente, el rincón más hermoso de Inglaterra, y también el más pobre: hace tiempo que queremos visitarlo. En las mesas para la cena, como en las bodas, todos tenemos nuestro lugar asignado con unas tarjetitas en las que se lee nuestro nombre: el mío es "Ángeles Montero Fernández", como el de mi mujer: pequeñas servidumbres que impone la condición de cónyuge invitado; en otros momentos, soy simplemente "el marido de Ángeles". Una buena idea es que, en el dorso de las tarjetas, figura el menú que hemos elegido. Así, las camareras solo tienen que leerlo para saber qué plato corresponde a cada uno. El problema está en que las letras son muy pequeñas, y todas tienen que acercarse mucho para hacerlo, sobre todo una, que parece haber superado, hace muchos años, la edad de jubilación. Así, entre los comensales aparecen una y otra vez las cabezas de las mozas (y de la septuagenaria), como si quisieran enterarse bien de lo que decimos. Es incómodo. El ágape concluye con varias alocuciones de los organizadores y los invitados. No deja de sorprenderme la facilidad con la que los ingleses hablan en público. Aquí todos parecen competir en levantarse y dirigir unas palabras al auditorio. En España eso solo lo hacen los políticos y los acusados en un juicio, que a menudo son también políticos.
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