Nos acostumbramos a todo. Recuerdo que al principio de la pandemia se me hacía inconcebible tener que llevar mascarilla en todas partes. Ahora lo difícil es pensar que dejaremos de llevarla en algún momento. A lo que no me acostumbro es a tener las gafas permanentemente empañadas. Pero qué le vamos a hacer.
En realidad, lo de la mascarilla es casi una anécdota. Imagino que a la gente le proporciona cierta sensación de seguridad y de ser responsables. Si llevas mascarilla, puedes actuar casi con normalidad, como si no hubiera pandemia. Y eso, la verdad, me resulta chocante. ¿Cómo es posible que, si la inmensa mayoría de la gente cumple con las normas de prevención, los contagios continúen disparados?
Yo no tengo ni idea, pero me sigo preguntando por qué, si la manera de detener el avance de una enfermedad contagiosa es evitar la interacción entre personas, y si de verdad es tan importante poner freno a esta pandemia, no estamos todos confinados como aquellas dos semanas en que incluso se cerraron las empresas. ¿No sería esa la manera más efectiva de conseguirlo?
Aclaro que lo último que deseo es seguir viviendo encerrado, pero mis deseos resultan irrelevantes si de verdad (y el de verdad es el matiz clave en todo esto) queremos detener la pandemia.
Lo que yo creo (e insisto en que no tengo ni idea de nada) es que detener la pandemia es una declaración de intenciones necesaria, pero que nunca va a imponerse en el orden de prioridades a mantener nuestro estilo de vida; es decir, a continuar alimentando el monstruo del capitalismo, caiga quien caiga. O sea, unos miles de muertos más o menos entre la plebe no son significativos. Son muertes inevitables, porque el precio de detener la maquinaria indefinidamente es muy superior.
No es mi razonamiento. Para mí, no hay justificación que valga; pero es lo que está pasando. Todos, en mayor o menor medida, somos responsables; aunque, desde mi punto de vista, el grado de responsabilidad de cada uno es directamente proporcional a la manera como está repartida la riqueza en el mundo.
La solución, hasta que no se demuestre que las vacunas son razonablemente eficaces (no dudo de ellas, es una simple cuestión de tiempo), es muy sencilla: confinamiento total, y que ese 1% que acumula el chorrocientos por cien de la riqueza asuma el coste. De esa manera se habrían evitado unos cientos de miles de las muertes “inevitables”.
Lo sé. Acabo de escribir una estupidez del tamaño de la galaxia. Aunque todos sepamos que es la pura verdad, resulta estúpido siquiera plantear algo tan ingenuamente humano.
De esta crisis no salimos mejores. Ni remotamente. Salimos igual que entramos. Menos los muertos, por razones evidentes.
En marzo escribí un artículo que titulé “Prisioneros” y que podría calcar ahora. Aunque entonces no sabía qué fácil sería acostumbrarse a tanta mierda.
Nos hemos acostumbrado a dejar de besar y abrazar. Cuando nos encontramos con alguien querido (no conviviente), de repente aparece una barrera invisible que evita el contacto.
Nos hemos acostumbrado a dejar de ver a amigos y familiares (sí, existe Zoom, yupi).
Por supuesto, nos hemos acostumbrado a evitar conocer a gente nueva, porque es peligroso. Sin embargo, compartimos el metro, por ejemplo, con miles de desconocidos.
Nos hemos acostumbrado a que cada día mueran cientos de personas, por el Covid-19 y por las enfermedades que han dejado de atenderse para poder atender la pandemia.
Nos hemos acostumbrado a que las residencias geriátricas se conviertan en cementerios.
Ergo, nos hemos acostumbrado a que nuestro sistema de atención sanitaria y sociosanitaria sea deficiente (¿recordáis los aplausos?).
Nos hemos acostumbrado a que, en plena pandemia, se continúe expulsando a gente de sus casas porque las reclaman bancos y fondos de inversión. Por supuesto, con el beneplácito de nuestra democracia ejemplar.
Nos hemos acostumbrado a la caridad y a la vez a la mezquindad de culpar de no se sabe qué a los más débiles. Quienes tienen la suerte de disfrutar de una situación económica desahogada se sienten bien dando limosna, pero jamás cuestionarán la legitimidad de la propiedad privada. Y es normal que sea así; hasta que no sufrimos las consecuencias de un sistema inhumano, no nos planteamos que lo primero es sobrevivir. Cada uno actúa en función de su situación personal. Es lo que nos han enseñado que hay que hacer.
Nos hemos acostumbrado al individualismo disfrazado de responsabilidad individual.
Nos hemos acostumbrado a encerrarnos en nuestra burbuja, y eso tiene que ver, sobre todo, con el instinto de supervivencia. Porque también nos hemos acostumbrado a que, por regla general, nadie va a mover un dedo por ti. Es obvio que hay personas que se desviven por el bien común. Mi aplauso para ellas.
Nos hemos acostumbrado a que la alegría sea un recuerdo nostálgico. Nos hemos acostumbrado al gris, no como término medio entre el blanco y el negro, sino como sinónimo de la ausencia de color.
Siento no poder aportar algo de luz y optimismo. No tengo ninguna esperanza en que aparezcan en un horizonte colectivo cercano.
Feliz Navidad.