Revista Cultura y Ocio
Mudarse en Londres se está convirtiendo en una costumbre: llevamos tres mudanzas en un año, y hay que recordar que dos equivalen a un incendio y que con tres te convalidan el Camino de Santiago. Se trata, no obstante, de una costumbre que no hemos adquirido por placer, sino por obligación. El mercado inmobiliario es tan feroz que nos zarandea a todos, queramos o no queramos. Para empezar, quien alquila en Gran Bretaña no cuenta con la protección de que sí disponen los inquilinos en España. Aquí la ley no establece un plazo mínimo de alquiler, que allí es de cinco años. La duración de los alquileres depende del mero acuerdo entre las partes, algo que, en la práctica, se resume en el viejo dicho de las lentejas: el propietario fija las calendas del alquiler —normalmente un año, y con una tendencia creciente a reducirlo a seis meses— y el arrendatario, si quiere, las toma y, si no, las deja. Lograr un alquiler de dos años, como hemos estado nosotros en nuestro último piso, es un éxito cada vez más infrecuente, casi un privilegio, aunque no está completamente a salvo de las veleidades del propietario: casi todos los contratos incluyen una break clause, o cláusula de rescisión, en virtud de la cual se puede cancelar unilateralmente el contrato antes de su vencimiento, si ha transcurrido un determinado plazo y se notifica con la debida antelación. Tampoco hay limitación alguna en el incremento del precio del alquiler. Así como en España suele estar vinculado al aumento del coste de la vida, reflejado en el Índice de Precios al Consumo, aquí solo aparece vinculado, una vez más, a la voluntad del casero y, de nuevo, si uno no está de acuerdo, solo puede recurrir a otra solución vegetariana: ajo y agua. Pero así son las cosas en este país. Y así es la economía: mucho más agresiva, aunque a sus gestores prefieran llamarla "dinámica". Las necesidades del sistema —movilizar permanentemente el capital, no dejar que se estanque nunca, para mantener girando la rueda de las transacciones y maximizar así los beneficios— se imponen a las necesidades de la gente, aunque, no hay que olvidarlo, si es así, es porque la gente lo quiere o, por lo menos, lo tolera. Por otra parte, comprar un piso o una casa está out of the question: auténticos cuchitriles en Londres cuestan, como poco, lo que un piso en Sarriá o en El Viso, y un lugar decente puede irse, sin forzar demasiado la máquina, a un millón o un millón y medio de libras. Y eso sin contar con otras exigencias de la compra, como la necesidad de disponer de unos ahorros catedralicios para afrontar la entrada de la hipoteca (porque no hay entidades que financien el 100% de la adquisición) o el papeleo inverosímil, y los no menos inverosímiles costes —bancarios, fiscales, de gestión— asociados a la operación. Estar bajo techo en la capital británica se parece mucho a disfrutar de un milagro, aunque también puede equipararse a la esclavitud: la esclavitud de vivir para pagar ese techo; la esclavitud de apenas poder hacer otra cosa que trabajar como un pigmeo para no estar al raso. En nuestro caso, el detonante de la marcha han sido, cómo no, las pretensiones económicas del dueño: ya pagábamos un alquiler altísimo y, al vencer el contrato, quería incrementarlo un 7,5%. Aunque otra mudanza nos daba una pereza infinita, hemos optado por que esquilme a otros primos. Desde el mismo instante en que comunicas a la agencia inmobiliaria que gestiona el alquiler —Foxton's, una empresa draculiana, una de las realidades más sórdidas a las que hemos tenido que enfrentarnos en el Reino Unido, pero una empresa de éxito: de nuevo, la gente sufre, pero parece resignada al sufrimiento y hasta disfrutar con él— que no vas a renovarlo, empieza una batalla que es más bien una carga a la bayoneta y en la que no se hacen prisioneros. Lo de menos son las visitas a tu piso que hace la agencia con potenciales nuevos inquilinos, que estás obligado a soportar porque así lo establece el contrato, y que te pueden pillar cuando estás sufriendo una gastroenteritis o en un momento de efusión conyugal. Lo peor es el calvario de las visitas que uno tiene que hacer para encontrar algo que no sea una pocilga y que, aunque lo sea, no te cueste un testículo. Las visitas y los pisos visitados siempre me hacen sentir que los propietarios y los agentes inmobiliarios no te consideran más que un siervo de la gleba, dispuesto a dejarse la vida para vivir en el fango y estar agradecido por ello. El sufrimiento, empero, no acaba cuando has encontrado un lugar medianamente digno donde refugiarte. Los requisitos y la documentación necesarios para suscribir el contrato de alquiler hacen que las novelas de Kafka parezcan una hoja parroquial. En nuestro caso, después de cumplirlos todos, de aportar una información para cuya comprensión y rellenado hay que ser ingeniero de caminos, canales y puertos, y de depositar la paga y señal, la agencia —Foxton's, claro— nos comunicó que la propietaria había retirado el piso y que la operación quedaba anulada. Luego supimos que el motivo por el que había hecho eso, era porque Foxton's le había mentido: le había dicho que entraríamos a vivir al cabo de un mes, cuando nosotros siempre dejado claro que lo haríamos al cabo de dos. Pero Foxton's no quería perder su comisión y se arriesgó a dar, a sabiendas, una información falsa, confiando en que, cuando se descubriera la realidad, la propietaria preferiría seguir con lo ya hecho, en lugar de volver a iniciar el proceso, y sabiendo que, en cualquier caso, si no era así y cancelaba la operación, como en efecto hizo, ellos no sufrirían otro castigo que la pérdida de la comisión: no hay penalizaciones para el mentiroso que perjudica a otros con sus mentiras. Así que, después de cinco semanas de busca infatigable de piso, y cuando ya disfrutábamos del indescriptible alivio psicológico de haberlo encontrado, tuvimos que volver a empezar, ahora con la presión de disponer solo de tres para no tener que dormir bajo alguno de los puentes de Londres, habitualmente muy concurridos por indigentes y desahuciados. Dimos con él, sí: en una ciudad tan grande como Londres, estaba al otro lado de la calle. Nuestra vivienda ha menguado, es cierto, pero también lo ha hecho el alquiler que pagamos, y eso nos pone muy contentos. Por otra parte, ahora tenemos un sótano y un jardín; ambos pequeños, pero para nosotros son una novedad. Por suerte, en el jardín apenas hay plantas: es más bien un jardín zen. Si las hubiera, yo tendría que cortar el césped, como cualquier residente en las Islas Británicas, así provenga de Groenlandia o Los Monegros, y podar los arbustos, actividades para las que estoy tan cualificado (y que me interesan tanto) como para la inseminación artifical de ganado. Ayer hicimos el traslado: como ya preveíamos, fue una jornada agradabilísima. Después de asombrarnos de cuántas cosas se acumulan en una casa, aunque uno no quiera acumular ninguna —es como si se reprodujeran: se abre un armario y aparecen adminículos extraños y paquetes desconocidos, que uno juraría, por la gloria de su padre, que no estaban ahí la última vez que miró—, y de pasarnos varios días apretujándolas todas en cajas de cartón, descubrimos que los chicos de la mudanza —que nos habían facilitado las señoras de la limpieza— habían venido sin furgoneta. Y ni siquiera eran fornidos. El primero en aparecer fue un guatemalteco que se quedó sobrecogido ante la perspectiva de trasladar, a tracción sangre, todo lo apilado en el comedor. Al parecer, les habían dicho que la mudanza era a la puerta de enfrente. Pero no: era a la casa de enfrente, siendo "enfrente" el otro lado de la calle, un poco a la derecha. Y estaba lloviendo. Al cabo de un rato (con un retraso de media hora: estamos hablando de hispanos), apareció otro mudancero, que soltó un bufido aún mayor al ver lo que le esperaba. "¿De dónde es Ud., paisano?", le preguntó el guatemalteco. "Yo soy de Ecuador, de donde son los buenos", respondió el recién llegado. "Ah, ¿pero hay malos en Hispanoamérica?", le pregunté yo. Por fin apareció Pilarsita, la jefa de las limpiadoras, que decidió acometer el asunto con profesionalidad: habló por el móvil con un primo del cuñado del guatemalteco que tiene una furgoneta y que hace portes, y pactó con él una "carrera", por 40 libras, que nos evitaría a todos el dramático espectáculo, quién sabe con qué funestas consecuencias, de transportar a puro músculo, por las calles de Londres, una cama de matrimonio, tres mesas, cuatro sillas, varios electrodomésticos y ordenadores, y unas cincuenta cajas y bolsas (entre ellas, diez de libros, cada una de varias arrobas de peso). Hoy, alabado sea el Hacedor, ha concluido el proceso: las huestes de Pilarsita han limpiado el piso, ya vacío, y hemos recibido al técnico inspector. Este singular personaje se asegura, por cuenta de la agencia inmobiliaria, de que la propiedad no haya sufrido menoscabo durante el alquiler. Para ello compara el inventario que hizo de ella antes de nuestra entrada y su estado actual, y anota cuantos arañazos, manchitas, sombras, grietecillas o motas de polvo encuentra en el inmueble. Aunque no es necesario acompañarlo en esta tarea, a nosotros nos gusta estar presentes cuando la hace. Así podemos justificar las objeciones que nos haga, subrayar que hemos cuidado el piso como si fuera de nuestra sangre y, quizá, dejarle ver que no somos malas personas: caerle bien redundará en su informe. Con este hombre creemos haberlo conseguido. Nos ha preguntado de dónde éramos. Al responderle que de España, ha querido saber "qué coño hacíamos en Inglaterra, viniendo de un lugar como ese" (el "coño" no lo ha dicho, pero me considero autorizado a añadirlo: el tono lo implicaba inequívocamente). Le hemos contestado que eso mismo nos estamos preguntando últimamente nosotros. Él era sudafricano y, mientras iba haciendo fotos de todos los rincones de la casa, nos ha contado que ha tenido que emigrar porque Sudáfrica ya no es tierra para blancos. Según él, ahora son los blancos los discriminados. Con Mandela no era así, pero ahora, con los monos (sic) que gobiernan el país, todo se ha ido a la mierda (sic). Por un momento he temido que se nos hubiera metido en casa, aunque fuera en aquellos últimos momentos, el nieto de Johannes Gerhardus Strijdom, pero luego he comprendido que solo era emigrante enfadado, como nosotros, que detestaba a Foxton's (que se queda con un 30% de sus ingresos, en concepto de comisión), como nosotros, y que encontraba Londres una ciudad agobiante e insoportablemente cara, como nosotros. Confiamos en que su informe sea positivo. Que Foxton's nos devuelva la fianza depende de ello.