En las reuniones sobre cambio climático faltaría reconocer dos niveles de causa-efecto, aplicables al nivel de preocupación. Nivel 1: Incita a comprar un aire acondicionado mejor o a subir la calefacción; sirve de charla coloquial. Nivel 2: Destruye con potencia devastadora y asesina personas.

La nueva cumbre (sin niveles) sobre el cambio climático ya olía a rancio. Más de lo mismo; alguna bonita palabra y nulos acuerdos reales. En 2012, El representante de la república de Nauru, una pequeña isla de 21 km2 en Micronesia, lanzaba este mensaje al mundo desarrollado: “No estamos hablando de que sus pueblos puedan vivir, sino de si nuestros pueblos podrán vivir. Nuestra gente es la que está en la cuerda floja”. La isla de Nauru está en ese Nivel 2 de zona que desaparecerá por la subida de las aguas, siempre que no sea borrada del mapa por las tormentas.
Pero el discurso más duro, con más calado, lo lanzó el delegado de Filipinas, intentando contener con poco éxito las lágrimas. Hablaba por su hermano, que había sobrevivido tras tres días sin comer, por los huérfanos, por toda la gente que ya no podrá hablar. Habló de actuar para parar “esta locura”. Todavía se recordaban sus conmovedoras palabras de hace un año: “Pregunto aquí, a todos nosotros… Si no somos nosotros, ¿entonces quién?, si no es ahora, ¿entonces cuándo?, si no es aquí, ¿entonces, dónde? La cita debería grabarse a fuego en toda mente que se precie para recordar que sólo tenemos una vida que cambiar, y es esta.