Pocas veces queda uno tan deslumbrado, cuando comienza a leer una colección de cuentos, como cuando culmina el primero de los relatos, El ruletista, y piensa que está ante un verdadero maestro poco conocido en nuestro país. Luego, la lectura del resto de las páginas, hace que esta primera impresión tan contundente sea matizable, porque el nível no se mantiene. Pero, sorprendentemente, la calidad remonta de nuevo en el último cuento, como si formara un grueso caparazón que, junto al primero, envolviera al resto del libro, para que no se le escaparan las inmensas oleadas de nostalgia por la infancia que se hallan omnipresentes en la parte intermedia del volumen.
Uno puede acercarse a Cartarescu esperando encontrar una crónica terrible de la juventud que le tocó vivir, la de los últimos años de Ceaucescu, la de la Rumanía siniestra que tan magistralmente se retrata en Cuatro meses, tres semanas y dos días, pero eso es como si un lector que no conociera muy bien la literatura española esperara hallar una diatriba contra Franco en cada una de las páginas que se escribieron en ese periodo, como si el autor no tuviera derecho a despegarse de la realidad. Además, Cartarescu tenía que luchar contra una censura feroz, capaz de mutilar todos y cada uno de sus cuentos, por lo que era mejor alejarse de la política y abordar un mundo que tenía más que ver con algunos de sus ídolos literarios, como Borges (con el que es evidente que la deuda del autor es inmensa) o Kafka. Tal y como relata en una entrevista concedida al diario El País, refiriéndose a los años finales del comunismo en Bucarest:
"Bueno, los tiempos eran terribles, pero por entonces yo vivía más en los libros que en la realidad y despreciaba la locura política del comunismo rumano, que en realidad era una forma de fascismo. En realidad sentía que el régimen me había robado la juventud. En cuanto a mi literatura, no ha cambiado en absoluto desde cuando tenía veinte años y ahora. No depende (aunque le influya) de los cambios políticos. Mis temas siempre han sido los mismos: yo y mi mundo, que tiene el diámetro de mi cráneo."
Porque la literatura también sirve para tomar distancia frente a una realidad asfixiante. Incluso pueden descartarse las excusas para el relato autobiográfico, tal y como asegura la voz narrativa de El ruletista:
"(...) la literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo. Con las primeras líneas que despliegas en la página, en esa mano que sujeta la pluma entra, como en un guante, una mano ajena, burlona, y tu imagen, reflejada en el espejo de las páginas, se escurre en todas direcciones como si fuera azogue, de tal manera que de sus burbujas deformadas cristalizan la Araña o el Gusano o el Fauno o el Unicornio o Dios, cuando de hecho tú solo querías hablar sobre ti. La literatura es teratología."
Teratología, la ciencia de las criaturas anormales, de aquellos seres que nos inquietaban en en esa maravilla cinematográfica firmada por Tod Browning titulada Freaks (en España, La parada de los monstruos). El protagonista de El ruletista podría ser uno de estos monstruos, un ser que triunfa en los bajos fondos de Bucarest jugándose la vida en el mercado subterráneo del juego de la ruleta rusa, un juego tan definitivo que en él se apuesta lo más preciado, o como Egor, el ser deforme de REM. Precisamente este REM casi puede calificarse de novela corta, debido a su longitud. Es una narración desconcertante, asfixiante en muchas de sus páginas, totalmente heredera de Borges menos en una de las características principales de los cuentos del maestro: su brevedad. Lo que se cuenta en REM, el argentino lo hubiera condesado magistralmente en cuatro o cinco páginas y le hubiera quedado un relato con mucha más fuerza que la fatigosa desmesura de Cartarescu. Las narraciones precedentes, El Mendébil y Los gemelos son los principales valedores del título del conjunto de relatos, Nostalgia. Cartarescu transmite en sus páginas, impregnadas de realismo mágico, las sensaciones de la infancia, cuando el pequeño mundo donde transcurre la existencia de cada uno y los amigos de aquella época, se convierte en un universo fantástico donde todo es posible y en el que pueden respirarse bocanadas inmensas de felicidad, por más que estas estén impregnadas a veces de matices siniestros.
El último cuento, El arquitecto, recupera la maestría absoluta de El ruletista y nos vuelve a contar la historia de un personaje obsesivo, cuyas acciones van a tener finalmente unas repercusiones absolutamente insospechadas. Si quieren acercarse con prudencia a Cartarescu, recomiendo leer primero el volumen que sacó Impedimenta dedicado solo a El ruletista. A partir de aquí, si esta experiencia les parece tan gozosa como a mí, pueden ir acercándose al resto de su producción, sabiendo que los dedicados a la nostalgia no cuentan con un artefacto narrativo tan ágil, aunque la escritura del autor rumano siempre es primorosa, hija del aprendizaje de los mejores maestros.