Revista Talentos

Notas de excusado

Por Sergiodelmolino

Esto lo escribí hace unos días en Francia, pero no lo pude colgar. Lo hago ahora.

Una tarde lluviosa en Niza. Se impone la retirada, buscar el resguardo aletargado del hotel. Después de un tiempo absolutamente desconectados de la actualidad, me pertrecho de periódicos y, mientras Pablo duerme, me sumerjo en la pulcritud y sencillez de las páginas de Le Monde (qué grandísimo periódico, señores, qué envidia). En Le Monde des Livres, el suplemento literario, tropiezo con un artículo de Jean Birnbaum titulado Une détresse inexcusable. Me parece tan brillante en su exposición, tan sintético y tan desoladoramente certero, que voy a perder unos minutos mal traduciéndolo al castellano para que ustedes puedan compartir algo de mi asco y de mi pasmo. Ahí va (los entrecomillados con faltas de ortografía y de sintaxis en francés están adaptados a faltas de ortografía y de sintaxis más o menos equivalentes en castellano, se hace lo que se puede):

Nuestra época tiene la pasión del documento “bruto”. Tiende a creer que para asir el mundo “real” son preferibles las anécdotas vacuas y las citas soltadas tal cual, a las investigaciones eruditas. De ahí la proliferación de publicaciones que husmean en los archivos o de testimonios sin acompañamiento de un elemental aparato crítico. Incluso se reivindica esta actitud: en este libro, dicen los autores, no hemos teorizado, eso se lo dejamos a los “especialistas”. Pero llega el caso en el que esa postura se vuelve contra su autor.

Vean el breve volumen publicado bajo el título Mots d’excuse (Notas de excusa). Antiguo docente, Patrice Romain propone una selección de los correos que los padres de sus alumnos le han enviado en el transcurso de dos decenios de enseñanza. Después de mucho tiempo, el profesor de escuela había cogido la costumbre de exhibir estas pequeñas notas en la sala de los profesores para hacer reír a sus colegas. Un día, tuvo la idea de publicarlas, con su sintaxis y ortografía originales. Después de su aparición, el 26 de agosto, el librito ha encontrado un fuerte eco. Periódicos y radios citan jugosos extractos y su autor ha sido invitado al Telediario de France 2. Interrogado por Le Monde, confía: “Este libro ha sido escrito con mucha ternura, he elegido los textos más pintorescos, es un guiño destinado a hacer sonreír”. Pero en la lectura no hay nada que produzca realmente regocijo. Página tras página, estas notas voladas, estas palabras íntimas que no estaban destinadas a ser publicadas hacen aflorar la vida frágil, la violencia de lo cotidiano. ¿Quieren reírse? “Señor director, disculpe a Sophie V. por su ausencia no he podido presentarme con ella porque su padre me ha encerrado y no puedo salir”. ¿Una buena carcajada? “Aura que es el ramadan, ¿ba ha dejarnos tranquilos con sus istorias de vurlarse de brahim? Espero que sí. Grassias por su respeto”. ¿Aún no se han reído? “Como nos han echado de la seguridad social, no he podido llevar a Cyril al médico. Espero que me disculpe por su diarrea”.

Como prueba de esa “ternura”, Patrice Romain confiesa que, progresivamente, él mismo ha cambiado su forma de ver estas notas de excusa: “Es verdad, en la relectura, es menos divertido, uno se dice: “Esto refleja la miseria de nuestra sociedad. Es un poco duro, pero es una fotografía”. Cierto. Pero toda la perversión viene justamente del hecho de que ninguna fotografía es neutra, y estas se presentan sin leyenda. En su desorden aparente, las “notas de excusa” dejan entrever una sociedad de orden, un universo donde cualquier reto a las reglas se sanciona con la exclusión de los más débiles, los que son “inexcusables”. Para entenderlo, habría hecho falta inscribir estas escrituras precarias en su contexto cultural y social. “La restitución fascinada no es suficiente”, remarcó la historiadora Ariette Fargue en su magnífico ensayo Le Goût de l’archive. Decididamente, el documento bruto no es más “objetivo” ni más “verdadero”. Simplemente, es “brutal”.

Se podría ir un poco más allá, saliendo del terreno especulativo-historiográfico y entrando en el terreno puramente social, que es lo que pide esta historia.

Vaya por delante mi inmenso aprecio por la docencia. Soy de los que piensan que la gente que se dedica al dificilísimo y durísimo oficio de enseñar debería de gozar del mayor prestigio social posible. Pocos profesionales me parecen más admirables que aquellos que se dedican a echar un cable en el descubrimiento del mundo de un chaval. Es una tarea para la que me siento completamente incapacitado y para la que creo que hacen falta grandes dosis de entusiasmo, talento, sacrificio y paciencia.

Ahora bien.

En España y en la mayoría de los países occidentales, el proceso de selección del profesorado y su situación laboral provoca que el entusiasmo, el talento, el sacrificio y la paciencia inherentes a esa vocación dependan única y exclusivamente de la voluntad del profesional. La vocación no es una exigencia del sistema ni existen medios para seleccionar a aquellos que de verdad quieren aceptar ese reto y esforzarse por él. El sistema de oposiciones y de plazas funcionariales es antes un reclamo para titulados superiores sin posibilidad o ganas de buscarse la vida en el mercado laboral y que ansían un trabajo cómodo y sin sobresaltos donde cobijarse del frío.

Y la docencia no es un trabajo cómodo ni falto de sobresaltos. La docencia es una profesión jodida que no todos están capacitados para aguantar. Entre un grupo vocacional, que existe, es notablemente capaz y se hace notar -yo he tenido la suerte de haber disfrutado de unos pocos de estos ejemplares, y creo que su actuación ha sido bastante decisiva en el desarrollo de mi personalidad- se confunde una caterva infinita de tipos mediocres, asustadizos, vagos y amedrentados ante un grupo de chavales que les rebasan por completo y ante los que no saben qué hacer.

Muchos culpan de sus desgracias a esa juventud imposible. Cada cierto tiempo se suceden los reportajes que hablan de profesores acosados, de baja por depresión, humillados, derrotados hasta en el último rincón de su dignidad. Y, por supuesto, la culpa es de una sociedad permisiva, de unos padres hiperprotectores y de unos monstruos malcriados enganchados a Tuenti y aficionados a apalear vagabundos en cajeros automáticos.

Cuando se habla del fracaso del sistema educativo rara vez se habla de estos profesionales abúlicos e incapaces que añoran la vara de abedul y el cuarto oscuro porque el terror es el único recurso pedagógico al alcance de sus capacidades. Tipos pasotas, que sólo transmiten desgana y que manifiestan un continuo desprecio por sus alumnos.

Tipos como Patrice Romain, para quienes las desgracias de sus alumnos no son más que material de chanza en la sala de profesores.

Cuando se habla del fracaso de la educación rara vez se habla del fracaso de estos profesores, incapaces de articular un método pedagógico, colocados en el centro escolar como parte del mobiliario, renuentes a cualquier cambio que les obligue a trabajar un poco, inaccesibles a las necesidades de sus alumnos, completamente ajenos a las exigencias de su profesión.

La docencia es una profesión dura que no envidio. Yo preferiría trabajar en una mina en el norte de Chile que enfrentarme cada mañana a un grupo de impúberes. Y por eso, es una profesión que sólo debería admitir entre sus miembros a los más capaces, a esos superhombres con la fortaleza mental y emocional lo bastante poderosa como para bregar con esas situaciones. Tipos imaginativos, audaces y que no crean que el respeto es algo que se presuponga, sino que hay que ganarse. Como la reputación y como la confianza. Son cosas que no se miden en un concurso-oposición.

Y claro que existen esos profesionales a los que nadie recompensa, que probablemente deban contentarse con sortear las zancadillas que les ponga el búnker inmovilista, el que lleva la cuenta de los trienios y se escandaliza de que los chicos jueguen a atropellar viejitas en la Play.

No tengo una solución que ofrecer. No sé cómo habría que articular el sistema para que esto fuera así, pero no estaría mal que el debate se plantease alguna vez en este sentido.


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