En el verano de 2007, con motivo de una lectura que compartí con Isabel Pérez Montalbán en los cursos de verano de la Menéndez Pelayo, visité Santander. En aquella visita conocí a dos de los más tenaces impulsores de la poesía y de la cultura poética en Cantabria (y magníficos poetas, por cierto), Carlos Alcorta y Rafael Fombellida. No recuerdo si por iniciativa de Carlos o de Rafael, o de ambos, fui obsequiado con dos libritos de una recién nacida colección que editaba la Asociación Cultural “V. PE. CA” bajo el título genérico La mirada creadora. La colección la abría una antología de Fombellida, La propia voz. Poemas escogidos (1983 – 2005) que el propio Rafael me había enviado dedicada a principios de año. De aquellos libros, que sucedían a La propia voz, se quedó grabado en mi memoria el que hacía el número 3, Las erres del amor, de Osysseas Elytis, en traducción de Tomás Bermejo, del que leí unos cuantos poemas en el viaje de vuelta a Madrid. El otro, sin abrirlo, lo guardé junto a otros libros comprados o regalados durante aquel verano y quedó en ese espacio mudo en que quedan los ejemplares que, sin abrir, archivamos en cualquier lugar poco accesible de nuestra biblioteca.
En enero, o quizá en febrero de 2013, un buen amigo, Alberto Infante, médico y poeta, me habló de Philip Levine, poeta norteamericano, judío de ráices sefardíes, que en 1995 había ganado el premio Pulitzer con The simple truth, ofreciéndose, además, a traducir el libro, del que me entregó una muestra de poemas en versión original acompañada de su traducción para valorar su posible publicación en Bartleby. Los leí a las pocas horas de recibirlos y me causaron una honda y positiva impresión: eran poemas en los que la realidad se fundía con la Historia, en los que la crítica social aparecía cargada por la subjetividad de la experiencia íntima y de la memoria personal y en los que dominaba un tono directo, conversacional que tenía mucho que ver con cierta tradición de la poesía española del siglo XX, especialmente con la de buena parte de los poetas de nuestra generación del medio siglo. Levine, además, escribía desde la memoria de España y de nuestra literatura. Uno de los poemas que más me llamó la atención era la escenificación de un encuentro imaginario entre Federico García Lorca y el gran poeta norteamericano Hart Crane. Guardé aquellos poemas pensando que en algún momento el libro de Levine podría encontrar acomodo en el catálogo de Bartleby (se daba, además, la circunstancia de que la propuesta sintonizaba con una de las más sólidas líneas de la editorial: la publicación de poesía norteamericana en edición bilingüe). Sin embargo, otras tareas se fueron metiendo por medio. Estaba terminando una novela, trabajábamos a marchas forzadas en la antología En legítima defensa y en otros proyectos y los folios que me entregó Infante fueron quedando en cierto olvido guardados en una de mis carpetas.
A principios de este verano, quizá a mediados de junio, haciendo limpieza en la biblioteca de nuestra casa en el valle y revisando títulos de libros que había acumulado de una manera un tanto caótica, me llamó la atención uno de pequeño formato y con las tapas de un claro color verde aceituna. Recordé al verlo que era uno de los que, en el verano de 2007, me regalaron en Santander. Y me sorprendió gratamente algo en lo que no había reparado: su autor era el mismo que me había descubierto hacía sólo unos meses Alberto Infante. Y el título coincidía con el que obtuvo el premio Pulitzer en 1995: Una verdad sencilla. Me sentí algo abochornado por aquel descuido y por mi ignorancia. El libro, cinco años antes, me había acompañado en el viaje de vuelta de Santander junto al de Odysseas Elytis, lo había guardado sin hojearlo siquiera y dormía el sueño de los justos en un rincón de la estantería junto a otros libros de poetas desconocidos.
Aquel ejemplar de Una verdad sencilla no se correspondía con el libro premiado. Era una breve antología preparada y traducida por Eduardo López Truco que asumía su título (con el añadido "y otros poemas") y en la que se recogían poemas publicados por Levine entre 1991 y 2004 y, de ellos, sólo cuatro procedentes del libros que daba título a la antología. Después he sabido la editorial Visor tiene en imprenta (su publicación es inminente) una selección de poemas del poeta norteamericano, La sombra de García Lorca (y otros poemas españoles), con traducción de Andrés Catalán y he podido leer algunos poemas publicados en blog y traducidos por Jonio González. El caso es que el pasado mes de agosto, el librito publicado en Santander fue uno de mis libros de compañía. Levine es un poeta directo, que utiliza el resorte de la emoción y con una mirada volcada hacia el mundo, especialmente al mundo más próximo, desde una perspectiva de clase. Es la perspectiva de los humildes, de las víctimas de una crisis que se ha abatido sobre la ciudad de Detroit dejando medio en ruinas amplios espacios antaño emergentes, barrios y polígonos industriales enteros que vivían del automóvil por el desplazamiento de su industria a otras ciudades y otros países. El tono nos recuerda mucho al de poetas como Ángel González o José Agustín Goytisolo (no es casual que Levine tradujera al inglés a Gloria Fuertes y a Jaime Sabines) y su poesía está recorrida por una cierta influencia de la mejor poesía en castellano del siglo XX. De Antonio Machado a García Lorca pasando por César Vallejo o Miguel Hernández (tiene poemas con cada uno de ellos como protagonistas). La Guerra Civil, el franquismo, su visión sobre España, una pasión heredada de unos padres que le decían que era "español", tal y como cuenta López Truco en la introducción, está presente en gran parte de los poemas de Una verdad sencilla y otros poemas. El hermano mecánico y su vida de asalariado, la memoria del padre y el valor del trabajo, el jazz y John Coltrane como ídolo de una madre joven, la inmigración, el racismo.... son algunos de los "temas" que aborda desde dentro: no como espectador a distancia sino como protagonista, desde el núcleo, de una experiencia vivida.
Detroit, cuna de Levine, es hoy símbolo de ciudad industrial en ruinas
Philip Levine estuvo en España en 1995, participando en el XI Festival Internacional de Poesía de Barcelona, y volvió, en 2005, a Lleida, a vivir en directo los ambientes de los que había hablado en sus poemas. Sobre esa última visita, López Truco nos cuenta una anécdota que no quiero dejar de lado: "Mientras lo acompañábamos al hotel [...], supongo que para romper distancias, dejaba caer preguntas sobre si leíamos a Antonio Machado, si también los jóvenes de hoy lo valoraban como se merecía, así como a Federico, Alberti o Miguel Hernández. A medida que le confesábamos nuestros gustos literarios y despejábamos sus dudas y referencias, se le iba notando más cómodo y percibíamos que había aterrizado de nuevo en su España".Espero que algún día, la versión íntegra de The simple truth pueda llegar, en castellano, a nuestras librerías.
De ese libro, os dejo dos poemas. El que le da título, en versión de Eduardo López Truco. Y "No pidas nada", traducido y versionado por Alberto Infante.
UNA VERDAD SENCILLA
Compré un dólar y medio de patatitas rojas, me las llevé a casa, las herví sin pelar y me las comí de cena con un poco de mantequilla y sal. Luego di un paseo por los campos desiertos de las afueras de la ciudad. Mediado junio, la luz cae en los oscuros surcos a mis pies, y en los robles encima de donde los pájaros se recogen de noche, los arrendajos y los sinsontes graznan insistentes, los pinzones se arrojan aún hacia la última luz. La mujer que me vendió las patatas era de Polonia; era alguien de mi infancia, con un suéter de lentejuelas rosas y gafas de sol, que alababa la perfección de toda su fruta y sus verduras junto a la carretera y me apremiaba a probarlas, incluso el maíz crudo dulce, traído hasta aquí, juraba, desde New Jersey. "Come, come", decía, "Aunque no quieras, diré que lo hiciste." Algunas cosas las has sabido siempre. Son tan sencillas y ciertas que han de decirse sin elegancia, metro ni rima, han de ponerse sobre la mesa junto al salero, el vaso de agua, la ausencia de luz olvidada en las sombras de los cuadros, han de estar desnudas y solas, han de sustentarse por sí mismas. Mi amigo Henri y yo llegamos a esto juntos en 1965, antes de irme, antes de que empezara a matarse, y ambos traicionáramos nuestro amor. ¿Puedes probar lo que te digo? Son cebollas o patatas, una pizca de sal, la calidad de la mantequilla fresca, es obvio, se queda en la garganta, como una verdad que nunca dijiste, porque el tiempo estuvo siempre en contra, permanece allí para el resto de tu vida, tácita, hecha del barro que es la tierra, y la piedra que llaman sal, en una forma para la que no hay palabras, y con la que vives.
(Traducción de Eduardo López Truco)
NO PIDAS NADA
En vez de caminar solo por la noche
hacia los suburbios y el campo
duerme bajo el cielo del ocaso;
el polvo que levantan tus pasos
se transforma en lluvia dorada
que cae sobre la tierra como regalo
de un dios desconocido.
Los plátanos a lo largo del dique,
los escasos álamos del valle, aguantan
la respiración cuando cruzas el puente
de madera que no conduce a un
solo lugar donde no hayas estado, pues este
paseo se repite al menos una vez al día si no más.
Esa es la razón de que más allá
de la primera hilera de colinas
donde nunca creció nada, hombres y mujeres
montando mulas, caballos, algunos incluso
a pie, toda tu perdida familia a la que
nunca rezaste para ver, recen para verte,
canten para acercar la luz de la luna
a los últimos rayos del sol. Detrás de ti
parpadean las ventanas de la ciudad,
los hogares se cierran; mientras ante ti las voces
se van apagando como música sobre
aguas profundas, y desparecen;
incluso los rápidos, cernidos pinzones
se han convertido en humo, y la solitaria
carretera iluminada por la luna
conduce a cualquier lugar.
(Traducción de Alberto Infante)