cinco mil kilogramos de pacífica selva aplastando el asfalto una inmensa epifanía gris de cuatro metros de alto y esa trompa curiosa con un dedo en la punta que probaba las frutas de las mesas caídas y revoleaba jugando los manteles manchados
aplastó en su huida de algún circo o del zoo a esa vieja mendiga que a la gente oprimida acongoja en su casa nos miraba sin miedo como todas las cosas que sonriendo repiten soy amigo del hombre
Los animales nunca desaparecieron. Empezaron a ser domesticados por el hombre, a ser utilizados y explotados por la industria del alimento. Algunos pocos, los más salvajes y curiosos, desfilan ahora con la mirada perdida en los Zoo de las ciudades. En La mirada de los animales, John Berger, si bien reconoce y promueve este tipo de sentencias, no deja de advertir que estos mismos también fueron —en épocas y sociedades disímiles— las primeras metáforas: «lo que distinguía a los hombres de los animales era el resultado de su relación con ellos». Para los griegos, por ejemplo, el signo de cada una de las doce horas del día correspondía con la figura de un animal: la primera era un gato, la última un cocodrilo. Los hindúes, por otro lado, concebían al mundo transportado a los lomos de un elefante. En esta tradición, lejana a lo que promueve la actual experiencia cotidiana, parecen inscribirse los poemas que componen La tarde del elefante y otros poemas de Luis Benítez: «¿Qué pueden asustarme los dinosaurios/ creados por la industria del hombre/ qué sus ciudades sus pedradas/ ni el odio que ha sembrado por la tierra? ».
Para leer el prólogo de la obra, por el poeta y crítico literario Neil Leadbeater, AQUÍ
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