Este artículo se gesta tras la lectura de una entrevista y un artículo en el suplemento cultural de un periódico de importancia nacional, El Cultural del ABC. La entrevista era dedicada a Alan Furst y el artículo pretendía esclarecer o aclarar a los lectores lo que es la novela de espionaje.
No pretendo criticar, para nada, ni polemizar, bueno un poco sí, pero sobre todo pretendo aclarar lo que en el artículo apenas se vislumbraba.
Que se considere que cuatro nombres son todo lo que nos puede ofrecer el género me parece no solo escueto sino que atenta contra el más elemental principio de rigor. Soy consciente de lo exigente que es el espacio en las publicaciones en papel pero definir semejante género con cinco novelas es de broma.
Un título esencial
Más allá de algún acierto en la elección de las novelas, como La máscara de Dimitros de Eric Ambler o Chacal de Frederik Forsyth, lo que se debería haber representado es la evolución de la novela en sí, la complejidad que adquiere en cuanto escritores de calibre la toman a su cargo y la salud de la que goza en la actualidad. Solemnizar a Alan Furst como el único escritor de espías de contenido clásico es demasiado aventurado aunque se preste a ser entrevistado.Cuando se habla de espías todo el mundo tiene en mente dos estereotipos, James Bond, producto de Ian Fleming, y Jason Bourne, hijo creativo de Robert Ludlum. Tipos capaces de masacrar a media humanidad sin sufrir una mínima alteración cardiaca, de beberse la producción mundial de Bollinger y al mismo tiempo pasarse por la piedra a toda guapa que se cruce en su camino. Cierto es que de Bond a Bourne hay un mundo, pero ambos comparten muchos puntos en común y uno de ellos es el cine. El celuloide los ha elevado muy por encima del resto de producciones literarias y no sólo a ellos; la pantalla grande se ha nutrido de un sinfín de guiones de espías que van desde Mata Hari hasta Rick de Casablanca o El tercer hombre y me dejo una multitud de nombres en el tintero.
Novelas decentes como La caza del octubre rojo de Tom Clancy nos adentraría en otro tipo de novela de espías que son el producto de la mezcla entre thriller y espionaje. Por algo en algún momento al género se le ha denominado “thriller político” y a veces esa afirmación tiene cierta parte de verdad. La novela citada es una más de una serie, enorme, de novelas que pueden ir desde el escritor Ken Follet hasta Daniel Silva, aunque no representan salvo una parte del género que tiene por máximo exponente a Forsyth, al menos desde mi punto de vista, con sus obras tan importantes como impactantes, El cuarto protocolo u Odessa, ambas llevadas al cine con mucha fortuna.
El universo de Forsyth es muy atrayente para el gran público, jugueteando con el best seller pero poniendo un punto de trama enrevesada y otro ingrediente que se acerca mucho a la novela negra y que para desgracia de muchos ha conseguido crear un tipo de espía más fotogénico de lo que sería habitual.
Otro de los casos más destacados es Jan Gillou, con una serie de novelas de espías suecos y que nos traen a colación otro de los estereotipos más tratados, que es el espía que decide abandonar el servicio y dedicarse a publicar novelas, en los que existe una mezcla de realidad con ficción. Éste tipo de autores, en los que encuadraríamos a uno de los padres de la narrativa de espionaje como es John Le Carre, es más fomentado por las editoriales, que pretenden a base de marketing acercar al autor a potenciales lectores, aunque tras él, en especial Gillou, existe un escritor de primer orden y que nos adentra en el corazón de este artículo, que no es otro que los espías que ejercen como tal.
Continuará...
Sergio Torrijos