Pues sí, me reafirmo en lo que decía en mi anterior entrada y reflexiono en cómo las cosas pueden cambiar en una abrir y cerrar de ojos. Tan pronto el universo conspira para que todo lo que uno ha deseado aparezca delante de nuestros ojos y, tan sólo al instante después de habernos siquiera mojado nuestros labios con lo deseado, todo se nubla y tiende a desaparecer.
No se confundan, ya saben los que me conocen que pese a los reveses soy una persona bastante positiva y siempre tiendo a buscar soluciones y pensar que todo va a salir de miedo. Pero a veces uno lleva sumadas algunas derrotas en el cuerpo y pensar en nuevas batallas requiere de un esfuerzo cada vez mayor. Aunque, por supuesto, sigo en la convicción de que hay que seguir luchando.
Con ese positivismo como guía, puedo proclamar que mis andanzas por esta ciudad milenaria de Qart Hadast –quizá inacabadas aún- han sido muy gratificantes: He podido sumergirme en un pasado de navegantes intrépidos de más de 2000 años que no han hecho sino acrecentar mis ganas de aventura, de nuevos periplos y de vivir la historia y el mar más de cerca; he conocido y convivido con gente que me han demostrado el lado más humano de esta profesión, cargada siempre de obstáculos; me he enamorado de los atardeceres del Mar Menor –que nada tienen que envidiar a los de oriente, aunque me cueste reconocerlo- desde terrazas en el séptimo cielo de La Manga; y he disfrutado mágicamente de noches de doble luna aún sabiendo que hay nubarrones que amenazan con cubrir el horizonte.
Quizá mi ilusión por las cosas me ha llevado a acercarme a ellas desde la impaciencia y la inexperiencia, lo que ha provocado que ahora me vea abocado a un cambio de ritmo, a una mayor cautela por hacer que todo salga bien.
Mi trabajo de reportero de la antigüedad se ha visto vencido –de momento- por esa eterna lucha con la administración pública, quién parece no entender que para trabajar uno tiene que comer y vivir al mismo tiempo, y que para eso hay que pagar en su debido momento. Nos tratan como simples expedientes y números aquellos que tienen su pan garantizado a fin de mes, incluso si se pasan el día tocándose la barriga y hablando por el teléfono. No hay empatía, ni mucho menos simpatía en la burocracia de nuestro país. Por esta causa, señores, entono el “yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid” de Sabina, y en breve regreso a puerto seco, a reorganizar mi vida, y a poner en desarrollo nuevos proyectos y travesías. Se aceptan, cómo no, ideas y consejos varios, noches de ánimos alcohólicos y placenteros, tardes de afrutada shisha, limosnas, drogas... ¡hasta reclutar una tropa de matones a ver qué cojones hace el interventor del Ministerio de Cultura con mis facturas!
Sin embargo, y aquí acabo, lo bueno de estos reveses es que uno se da cuenta de quiénes son de verdad sus eternos compañeros de viaje. Ciertamente, puedo decir que tengo la suerte de haberme juntado a lo largo de mi corta travesía con unas amistades extraordinarias, unos caballeros de mi mesa redonda particular que han demostrado una abnegación sin igual a este “rey” con minúsculas. Gracias a todos chicos, sois increíbles.