Revista Creaciones
De vez en cuando aparece una imagen en tu cabeza que te hace dudar si es un recuerdo, un sueño, algo que tu imaginación ha creado o incluso una mezcla de todo ello. La clásica historia novelada.
Hace unos días recordé algo pero no era capaz de ubicarlo, de situarlo en un contexto que tuviera sentido. Era una imagen surrealista pero que podía dibujar con bastante nitidez. Era verano y yo estaba frente a un plato de lentejas como quien mira un cuadro que jamás pondría en su casa. Eso lo recuerdo bien, porque cuánto me gustan ahora y cuánto las odiaba entonces. Más que comer, aburría a mis lentejas con bailes cíclicos de cuchara a derecha y a izquierda, como si en el despiste de algún remolino estas fuesen a desaparecer. En ese momento, Juan Tamariz que estaba sentado a mi lado me decía:
– Si consigo sacar una carta que elijas de debajo de tu plato, te las comes. ¿Hay trato?
Desde luego que había trato. Ese plato llevaba impertérrito frente a mí una hora. Nada por arriba, nada por abajo. Solamente mi triste cuchara tratando de hacer el milagro que, hasta el momento, el mago no había obrado. Escogí, entre una baraja desplegada, una carta que él volvió a meter en el montón. Tras sucesivos movimientos ágiles de dedos, mezclados con lo que para mí era inoportuna palabrería que solo me despistaba, afirmó haber finalizado su hazaña.
– Ya está. Levanta el plato.
Y allí estaba. Podía haber sido la que yo elegí o cualquier otra. Puestos a ser exigentes, del mismo color. Que la emoción nubla, pero no tanto. Solo sé que mi carta estaba allí, donde hacía apenas unos minutos solo había migas. Imagino que cumplí el trato porque me tengo por mujer de palabra. La verdad es que no lo recuerdo porque todo lo demás dejó de tener interés.
Traté de confirmar este recuerdo con mi padre:
– ¿Pasó en Santander?
– No, fue en otro sitio. Fue más tarde.
Me despistó la ciudad y el momento, pero recordaba ese comedor, una estantería con la colección completa de Asterix y varias cámaras de fotos, una reluciente flauta travesera metálica colgada de una pared, música porque siempre sonaba música, las lentejas y la magia.
Sería poético pensar que ese instante mágico cambió mi infancia o que tomé alguna importante decisión que convertí después en doctrina, pero lo cierto es que aquello no pasó de una anécdota en la que yo desperté mi curiosidad por conocer el truco y la necesidad de imitarlo con la única finalidad de impresionar a alguien. Lo de siempre, el “mira cómo lo hago” que a veces alimenta mi vanidad.
Hoy es mi cumpleaños. Y aunque no lo pretendía, porque nadie con sentido común querría acabar con la magia, con los años he ido destapando el secreto de aquel truco.
He descubierto que a veces la carta no está bajo el plato porque me esfuerzo en comprimirlo contra la mesa para que nada se cuele. Una se siente más segura cuando no hay sorpresas y encuentra lo que espera.
Otras, por el contrario, veo asomar la esquina de la carta y sé que está ahí. Entonces finjo no haberla visto y muevo el plato con un dedo hasta ocultarla, porque me asusta pensar que algo tan asombroso esté ocurriendo. Que me esté ocurriendo.
Un año más. Juraría que hasta con algo de magia y cartas bajo la mesa. Por mi parte, consigo mantener la curiosidad intacta, que no es poco.
Hay otra cosa que he descubierto. Que la emoción nubla. Y tanto que nubla. Pero es mucho peor no emocionarse que tener que entornar la mirada de vez en cuando para ver con claridad.