Un compañero de trabajo de 34 años dice que odia la política, que “no sirve para nada”, que sus padres siempre se las ingeniaron para no votar. Cuenta que él cumple con el deber cívico “porque no queda otra”, pero que en el cuarto oscuro opta “por cualquiera”. El domingo pasado eligió la boleta tricolor cuyo candidato “tenía una cara parecida al de un amigo” bautizado Piquete (no explica las razones del apodo). “Voté por un tal Biondini o algo así”, agrega entre risas.
Jura y perjura que “no sabía quién era” cuando alguien señala el pedigree de Alejandro Carlos Biondini, alias Kalki. Dice que se quiere matar, que él no comulga con los nazis. Reconoce que “no interesarse por la política está mal” pero que “es más fuerte” que él, y vuelve a reírse -un poco incómodo- por la “metida de pata”.
Este compañero de trabajo tenía cuatro años el 30 de octubre de 1983. Acaso ese día sus padres también se las ingeniaron para no votar o a lo mejor sí asistieron a la escuela que les tocó en suerte, algo conmovidos por el entusiasmo generalizado que provocó la recuperación de la democracia tras siete años y medio de dictadura.
Treinta años atrás, yo tenía once recién cumplidos. Ante cada aniversario de aquel hito histórico, repaso los uno, dos recuerdos que conté tiempo atrás y un tercero originado en un episodio posterior, que data de diciembre del ’83.
Por alguna razón, este último recuerdo es más difuso. Las imágenes son espaciadas, apenas articuladas.
Es de noche. Mis viejos, una tía y yo esperamos en la terminal de ómnibus de Retiro la llegada de un micro con presos políticos recién liberados, entre los que se encuentra mi primo.
Mi primo de entonces 26 años, ocho menos que los 34 de mi actual compañero de oficina. Mi primo detenido a los 18 por militar en los barrios marginales de Resistencia, Chaco. Estuvo algunas semanas desaparecido y luego a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Cambió por lo menos tres veces de cárcel. Su madre (mi tía) y su tío (mi papá) lo visitaron siempre que las autoridades penitenciarias se lo permitieron.
Aunque lo conocía por foto, mi primo era como un fantasma para mí. Un joven sin rostro o, peor aún, con las facciones deformadas por el dolor. Esa noche en Retiro me pregunté si estaría lista para soportar su mirada, tal vez alguna cicatriz visible, tal vez el olor a encierro y sudor después de un viaje que imaginé interminable.
La presencia de mi tía y mis padres me reconfortaba, así como ese grupo de desconocidos que recuerdo por partes: algunos pañuelos blancos, los zapatos gastados, los ojos humedecidos y expectantes. La sensación de calor humano mantenía a raya el temor al encuentro con sobrevivientes -y de alguna manera voceros- de un terror inconmensurable.
Y de repente los gritos, el llanto, las risas, los abrazos. Y un barbudo con rostro aniñado que viene directo hacia nosotros con una sonrisa franca, sin llagas a la vista, con aroma a jabón neutro. Y mi tía que se desarma y le toma la cara y lo llena de besos y mimos maternales, todos los que no pudo darle durante los ocho años que duró el cautiverio.
Ayer, 30 de octubre, convertí en congéneres a mi primo de entonces y a mi actual compañero de trabajo. Los imaginé a ambos con la sonrisa a flor de labios. El primero, todavía conmovido por el recuerdo de aquel encuentro familiar en la estación de Retiro; el segundo, entre divertido y un poquitito avergonzado por la metida de pata en el cuarto oscuro.
Así, mientras nuestra democracia cumplía treinta años, la antipolítica festejaba sus propias conquistas.