Revista Religión

Nuestras calles: Martín Rey

Por Cantillana

Nuestras calles: Martín Rey

Las calles, como las personas, tienen nombres que, cuando los oímos desde fuera, sin ninguna vinculación especial, pueden parecernos vacíos, pasarnos desapercibidos o resultarnos incluso malsonantes. Por el contrario, cuando esos nombres están ligados a uno mismo, los llevó alguien de nuestra familia especialmente querido o están relacionados con acontecimientos de nuestra pequeña historia particular, al oírlos salta en nosotros una especie de resorte que pone en funcionamiento sensaciones y recuerdos.

Alguien de fuera que pase por nuestro pueblo, si oye el nombre de Martín Rey le sonará más bien desconocido, sonoro quizá, pero nada más. Para cualquiera de nosotros, sin embargo, el nombre de esa calle tiene una resonancia tan especial que no tendríamos ni que explicar, porque todos los que estáis leyendo estos párrafos ya la sabéis. [...] Y es que sabemos que un día en el año ocurre allí algo, que configura la personalidad y el carácter de esta calle.

Sabemos que amanecerá colgada de damascos, cubierta de flores y reluciente como nunca; que sus ventanas, balcones y azoteas temblarán de emoción pensando el gozo que les aguarda; que el olor a romero anunciará la llegada de la noche más esperada durante todo el año. De punta a punta, de arco a arco, la recorrerá un estremecimiento cuando se quede a oscuras y con el alumbrado se corten también las coordenadas del espacio y el tiempo. La calle se hará más grande que ningún día para que en ella quepa Cantillana entera. Viviremos el mismo momento que vivimos hace un año, veinte o cien, o el que vivieron los que nos lo contaron.

En la oscuridad aparecerá por la esquina. Luz en la noche, nardo, jazmín...arrollando. Niños, mayores, mujeres y hombres. Multitud y, en medio de ella, cada uno de nosotros solos, en un diálogo íntimo, en el que la alegría y la tristeza se mezclan en el alma al compás de campanilleros. Los sones de la banda de Artillería y el clarín del brigada Rafael, sobre su alazán tostado, se fundieron en la cal de sus paredes y entre las rejas de sus ventanas. esas ventanas de Martín Rey, donde también se se quedaron los ojos de todos los que por ellas pasaron, para seguir viendo esta noche única.

A todos nos gusta siempre, se ponga lo que se ponga. Pero medio recorrido podría hacerlo de una manera y otro medio de otra. Hace muchos años se decidió que el lugar fuera el centro de esta calle, en la puerta de la casa de los Ríos Sarmiento. Allí siempre fueron acogidos familiares y forasteros, y entre ellos periodistas y fotógrafos que, como Serrano o Sánchez del Pando, también contribuyeron a detener el tiempo de esta noche, dejándola impresa para nosotros. Doña Pastora, la mayordoma, se procuraba mejor visión encima de un sillón de mimbre, después de haberle ofrecido al brigada del bigote y las pecas la clara de huevo para la garganta, antes de interpretar la retreta y la polka.

Y llegará a esa puerta. Luz en la noche, nardo, jazmín...arrasando.

Dadas ya las doce en el reloj, con la luna de espectadora brillante, será lo mismo hoy, que ayer y que mañana. Lo mismo el "Borro", que aquellos jóvenes pastoreños o el Padre Rejos. Lo mismo los papelillos con versos de Juan Fernández y del Barquillero o los sombreros de ala ancha lanzados al aire. Lo mismo los balcones y ventanas de Rosario con el Obispo fray Carlos o con el Padre Camarasa... Y lo mismo Cantillana, siempre a sus pies.

Bajo los arcos y las flores, la expectación sobrecogida estallará en delirio. Brazos, manos y gargantas se fundirán en vivas, que se harán recio clamor, cuando las manos sacerdotales levanten al cielo de Martín Rey la prenda bendita y, entre palomas, pétalos y cohetes, en un destello de gloria eterna, se haga la luz en su frente purísima.

Lo vemos y vivimos o lo soñamos. No podremos explicar lo ocurrido, pero cada uno tendrá la esperanzadora certeza de que, dentro de un año, de veinte o de cien... podrá seguir experimentando lo mismo.

La calle Martín Rey, cada ocho de septiembre, tiene la gala y la gloria de poder ver quitarle el sombrero a la Divina Pastora de Cantillana.

Florencio Arias Solís (Cantillana y su Pastora, 1998)


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