Los ojos y las sonrisas de Setsuko Hara iluminan la pantalla como ningún otro rostro lo ha hecho nunca en el cine. Sus lágrimas, su gesto de amargura y contrariedad, atenazan el corazón. Primavera tardía (Banshun, 1949) es otra obra maestra de Yasujiro Ozu sobre el sentido de la vida, o sobre su falta de sentido. Una historia que capta, a través de un sabio empleo del lenguaje visual tan engañosamente sencillo como profundamente hermoso, la alegría de estar vivo y la tristeza de la pérdida en un fluir, semejante al de la naturaleza o al de las leyes de la física, ante el que no caben oposiciones ni renuncias, solo serena aceptación en armonía con lo que dicta su devenir cíclico.
Hara es Noriko Somiya, la joven hija del viudo profesor Shukichi Somiya (Chisû Ryû), con el que convive en el hogar. Su vida sencilla transcurre entre la casa, los paseos en bicicleta hasta la playa, y esporádicas visitas a Tokio, de compras, a ver exposiciones o, de vez en cuando, también al hospital, donde controlan que una antigua enfermedad de la que ya se encuentra recuperada no reaparezca. Su plácida vida familiar se ve completada con las visitas de Hattori (Jun Usami), otro profesor, discípulo de Somiya, que estudia junto a él, y con algunas amigas de Noriko, de la época de los estudios, con las que charla tranquilamente de los noviazgos, bodas, hijos, nuevos trabajos, etc., de las antiguas compañeras de promoción. Las cosas que hacen sus amigas, no obstante, no entran en sus planes, porque es feliz viviendo con su padre, cuidando de él. Sin embargo, cuando una tía llega de visita y señala la conveniencia de que Noriko vaya pensando en casarse, el profesor Somiya comprende que los días de vida tranquila junto a su hija han terminado, y empieza a pensar en posibles candidatos, por ejemplo el tan próximo Hattori. Noriko, por el contrario, no tiene ninguna intención de casarse, de perder lo que para ella es una vida placentera y tranquila, a pesar de que el tiempo, las obligaciones sociales, la lógica de la vida, la obligan a que empiece a dar pasos para separarse de su padre.
La película es de una sencillez demoledora, que despliega un poder de sugerencia tan envolvente como seductor. Plantea el drama de la pérdida, de la renuncia, con una naturalidad y una belleza desarmantes, conmovedoras. El trabajo de cámara de Ozu, siempre sobresaliente, con sus mágicos encuadres efectuados con la cámara a ras de suelo, tan solo elevada en momentos particularmente decisivos para la narración, y el plano dividido en cuadrados y rectángulos perfectos, proporcionados, simétricos, solo rotos por la presencia de una cuerva, por la incidencia de una fuente de luz, por el movimiento curvo o diagonal de un actor, atrapa con su capacidad para rozar delicadamente el rostro de los actores, para representar algo tan intangible como el amor familiar y el afecto sincero de manera que casi se puede sentir, palpar, acariciar. En ese sentido, Ozu establece una sutil diferencia con respecto a la tía entrometida, apenas perceptibles variaciones en la luz, en el encuadre del personaje, que hacen que el espectador la perciba de inmediato de manera distinta, con un toque de extrañeza, de temperamento ajeno a la personalidad y a los deseos de los personajes principales, como de cuña introducida a la fuerza para agrietar su felicidad del momento. Una vez sembrada la semilla de la discordia, y aunque padre e hija desearían permanecer por siempre en la situación en la que son felices, la rueda empieza a girar, y tanto la tía como el pretendiente alternativo que ofrece, como las amigas de Noriko, la arrastran a dar el paso que rechaza. Su padre, triste pero comprensivo con la situación, la anima por sus propios medios, manifestándole la decisión de volver a casarse en cuanto pueda, lo mismo que ha hecho un colega suyo de profesión. Así la empuja a aquello que le conviene a ella y a lo que obliga la sociedad, pero que ninguno de los dos desea de verdad.
Cualquier película de Ozu es una maravilla, una delicada pieza de orfebrería dramática; en este caso hablamos de tal vez su mejor obra. La manera en la que filma el rostro de Hara, sus cambios de ánimo, el paso de la sonrisa y los ojos brillantes de amor filial a la boca torcida y el gesto contrariado, es magistral. Silencios que lo expresan todo, gestos que anuncian tormentas. En especial, la visita al teatro, cuando descubre el saludo entre su padre y la que ella toma por su futura madrastra, y su cara pasa de disfrutar con los actores y la música a pensar en lo que va a depararle el futuro más inmediato, son de una tensión y un dramatismo, tratados con una dulzura y una delicadeza que desarbolan, que mantienen el corazón en un puño. Igualmente, el padre sonriente y optimista, feliz por la boda de su hija, regresa a casa la noche de la ceremonia y se encuentra el salón vacío y en silencio. Se sienta y pela una manzana: la imagen más brutal y desgarradora de la soledad que ha dado el cine en toda su historia. Pero la película contiene también un retrato de la sociedad del Japón inmediatamente posterior a la derrota de la Segunda Guerra Mundial, un país que conserva las tradiciones a pesar de que se está dando un baño de modernidad (las jóvenes amigas de Noriko, que viven en casas al modo occidental y visten pantalones, por ejemplo, frente a las criadas con kimono). Las consecuencias físicas de la guerra nunca se ven en pantalla (zonas bombardeadas o infraestructuras en reconstrucción), pero es un alusión puntual y constante, lo que tal o cual personaje hizo antes de la guerra, o cómo eran las cosas, cómo se vivía, qué se hacía… La guerra como otra fuerza de la naturaleza, imposible de soslayar, sentencia inapelable, llena de pérdidas inevitables.
La maestría de Ozu lo abarca todo. La imagen, pero también el guion: en ningún momento vemos al extraordinario pretendiente que su tía le ha buscado a Noriko, solo oímos hablar de él, su edad, su trabajo, su buen talante, su amabilidad… Ni siquiera el día de la boda: Ozu concentra lo que narra de ese día en la coincidencia de padre, hija y tía antes de salir de casa hacia la ceremonia y después, con el retorno del padre solo y triste. Por otro lado, Ozu ha emitido constantes señales visuales que adelantan ese sentimiento de pérdida y desolación personal que va a invadir al personaje del padre, y con él a todos nosotros, conmovidos espectadores, cuando se encuentra en el salón de su casa, en medio de la habitación en silencio, con resto de la casa vacía, sin olores ni ruidos, y con las luces apagadas: primero, con la pila de revistas que se viene abajo en casa de la amiga de Noriko; después con el viento azotando las hierbas; más tarde, con el rumor de las aguas en las fuentes sagradas del templo que visitan en Kioto; finalmente, con las olas del mar acariciando la costa. La película, que se abre con un viaje a Tokio en tren (de nuevo los raíles y la máquina de tren como metáfora del devenir vital y la necesidad obligada de llegar a un destino prefijado), establece un hermoso y triste paralelismo entre los estadios del ciclo vital y la fuerza objetiva de la naturaleza. Canta, en bellísimas imágenes, que la vida consiste sobre todo en ir perdiendo cosas. La primera de ellas, la inocencia.