Editorial Alba. 220 páginas. 1ª edición de 1948,
ésta es de 2004.
Traducción e introducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg y Sergio
Trigán
Al final del libro hay un glosario muy útil de términos que en el
original están en otro idioma (en el idioma del lager)
Después de releer seguidos cuatro
libros de Primo Levi y documentarle así
para la charla que me había comprometido a dar en el colegio en el que trabajo,
decidí releer también Nuestro hogar es Auschwitz del
escritor polaco Tadeusz Borowski
(Zhitomir, Ucrania, 1922 – Varsovia, 1951). Tengo anotado en la primera página
que lo leí en noviembre de 2004, y el libro apareció publicado en Alba en octubre
de 2004. Si no recuerdo mal lo compré en la Fnac de Callao. Leí el título, lo
tomé de la mesa de novedades, vi que lo publicaba Alba (editorial altamente
fiable), leería –imagino- algo de la introducción y decidí comprarlo. La verdad
es que he leído bastantes libros testimoniales sobre los campos de
concentración y el periodo nazi de Alemania. Un tema que no deja de
sobrecogerme.
Recordaba la especial crudeza del
libro de Borowski, que he vuelto a revivir estos días.
Borowski estuvo dos años en Auschwitz,
pero sin portar el doble triangulo amarillo que formaba la estrella de David
(el símbolo destinado a los judíos), el suyo sería el triangulo rojo (propio de
los presos políticos). En la Polonia ocupada por los nazis se impedía a los polacos acceder a la educación
secundaria y universitaria. Pero Borowski, tras acabar el bachillerato
comenzará a cursas estudios de Filología polaca en la universidad clandestina.
En 1942 publica su primer libro de poemas, que fue elogiado por Czesław Miłosz. La Gestapo detuvo a la
novia de Borowski, María Rundo, y él no se escondió, siguió frecuentando los
mismos lugares. Fue detenido y acusado de crímenes políticos, aunque en
realidad no se había implicado en tareas subversivas (lo que le provocaba un
sentimiento de culpa).
Los cuentos que aparecen
recogidos en Nuestro hogar es Auschwitz
(en total doce) aparecieron en dos libros de 1948, algunos habían sido
publicados previamente en periódicos.
El relato más extenso es el
primero, el que da título al conjunto. Tras leer a Primo Levi y ahora,
seguidamente, a Tadeusz Borowski aprecio de forma clara las diferencias que hay
entre los dos escritores. Si esto es un
hombre era un testimonio sobrecogedor por su sencillez de exposición, la
narración de la experiencia era directa: Levi cuenta sus impresiones
individuales del campo de concentración sin valerse de la rabia o el énfasis.
Además no deja que su relato se contamine con conocimientos posteriores. Y como
contaba Antonio Muñoz Molina en su
prólogo Levi escribió su primer libro intentado copiar el estilo claro de los
informes de la fábrica de pinturas en la que trabajaba. Levi era un hombre
culto y un químico de formación.
Borowski es un poeta de formación
y eso se deja notar en el aliento con que escribe los cuentos recogidos en este
libro. Nuestro hogar es Auschwitz
recrea las experiencias del autor en el campo de concentración pero no es un
libro puramente testimonial, porque existe en estos relatos un tratamiento
literario. Así el primer relato está formado por las cartas clandestinas que
escribe el narrador a su novia prisionera, como él, en otro de los pequeños
campos de concentración dependientes del complejo de Auschwitz. Los dos
personajes parecen un trasunto más o menos próximo al autor y a su novia, pero
observamos que las cartas del narrador quieren comunicarle a su amada sus
experiencias en el campo y también una sensación de optimismo, un decirle “no
desespero, no estoy tan mal”, y este tono es el que hace que el relato pase de
ser testimonia (Levi) a literario (Borowski).
La experiencia de Borowski en
Auschwitz está un poco más alejada del fondo que representaba el preso que ha
perdido toda esperanza y se deja consumir (llamado “musulmán” en la jerga del
campo) hasta la selección y la muerte en la cámara de gas, que la de Levi:
cuando Borowski llega al campo se ha suspendido el uso de las cámaras de gas
para los no judíos. El narrador de Borowski está mejor alimentado que Levi (“En
el campo, todo aquel que come y duerme suficiente habla de mujeres”, pág. 30) y
puede disfrutar de algunas ventajas de la que Levi, que vivió la experiencia
del judío en Auswichtz (es espelúznate en Si
esto es un hombre el episodio de la última gran selección para la cámara de
gas en el campo en octubre de 1944), no pudo hacerlo más que al final, cuando
puede trabajar a cubierto en el laboratorio por ser químico (lo que
posiblemente, entre otros sucesos afortunados, le salvó la vida).
Es posible que lo que he
comentado antes -la mejor alimentación de Borowski, sus trabajos menos duros-
hagan que aún conserve muchos de sus rasgos humanos y sobre su experiencia se
pose una mirada más depresiva que la de Levi; así sus páginas se van tiñendo de
una melancolía mayor. También sus cuentos se centran muchas veces en narrar lo
más crudo y macabro de su experiencia, algo por lo que Levi suele pasar más por
encima. Borowski escribe: “Hay, sin embargo, otros métodos mortíferos: el palo
de una pala utilizado para estrangular diariamente a un centenar de personas.”
(pág. 36)
En las cartas a la amada a veces el narrador describe la extraña sensación que
tienen los presos -algunos con historiales de hasta ocho años en campos de
concentración- de pertenecer a Auschwitz, el gran campo con avenidas y
edificios de ladrillos, en vez de barracones de madera. “Nuestro hogar es
Auschwitz” dicen, asumiendo haberse convertido en esos seres que Primo Levi
llamaba “hombres de Lager”, acostumbrados al trabajo duro, a la
infraalimentación y a insensibilizarse ante todo lo que ven. Uno de los temas
más potentes de los relatos de Borowski es esa insensibilidad de los presos
ante el dolor ajeno, en este sentido destaca el tremendismo del cuento Pasen
al gas, señoras y señores, el tercero del libro, que describe la
llegada de trenes cargados de judíos para las cámaras de gas. Este es el mejor
y más duro cuento del conjunto. Los presos del bloque se alegran por la llegada
de trenes con judíos al campo, han de acercarse para ayudar a descargarlos y
dejarlos limpios. Es una de las actividades más lucrativas del campo: dejan en
un montón el dinero, el oro y las joyas para los nazis y ellos pueden quedarse
con la comida o algo de ropa (“En el campo, quien tiene la comida tiene la
fuerza.”, pág. 118). Los judíos son conducidos con educación a la cámara de
gas, es importante que no se pongan nerviosos; facilitará la tarea que piensen
que van a una ducha y que iniciarán una nueva vida en el campo. Muchos lo creen
y avanzan a la muerte inminente y desconocida con dignidad, con alivio tras
bajarse del tren atestado y sin aire (“Ésta es la ley del campo: a los
condenados a muerte se les engaña hasta el último momento. Ésta es la única
forma de compasión permitida” pág. 127). Pero los judíos polacos sí que saben.
Una vez que queda despejada la rampa hay que limpiar los vagones. En su interior,
además de excrementos, se van a encontrar cadáveres de ancianos y bebés, y, por
ejemplo, preciadas latas de mermelada. Los cadáveres se lanzan a un camión que
irá directamente al crematorio, sin pasar por la cámara de gas, pero también:
“En el camión de los cadáveres echan también a los lisiados, a los paralíticos,
a los agonizantes y a los que se han desmayado. La montaña de cadáveres se
mueve, aúlla y grita.” (pág. 138)
En el horror destaca una imagen:
aparece en un vagón una chica con una sola pierna, que no puede seguir a las
personas que confiadas van a la cámara de gas. “La arrojan al camión de los
muertos. La quemarán viva con los cadáveres.” (pág. 139). El narrador se siente
débil, con ganas de vomitar, no puede compartir la alegría por la rapiña de sus
compañeros. Poco antes ha tenido lugar este diálogo con uno de sus compañeros, un
francés llamado Henri:
“-Henri, escucha, ¿crees que
somos buena gente?
-¿Por qué haces esas preguntas
tan estúpidas?
-Sabes, amigo, siento en mí un
odio creciente e incomprensible hacia esas personas, pienso que si estoy aquí,
es por su culpa. No siento compasión porque los vayan a gasear. Que los trague
a todos la tierra. Me liaría a puñetazos con ellos. Mi comportamiento debe ser
patológico, supongo, no lo puedo comprender.
-Oh, no, al contrario, es lo
normal, lo previsible. La rampa te agota, te rebelas contra lo que has visto;
lo más fácil es descargar la ira sobre el más débil. Incluso es aconsejable que
te descargues. Es de sentido común, compris?”
(pág. 131).
En cualquier caso me cae mejor el
narrador de este cuento que el del anterior, el titulado Un día en Harmeze,
envuelto en intrigas y delaciones en el campo.
Al final del cuento inicial hay
otra escena terrible: el narrador saluda a un hombre perteneciente al
Sonderkommando (de los que habló Levi en Los
hundidos y los salvados: los judíos a los que los nazis obligaban a conducir
a la cámara de gas a otros judíos y luego a llevar los cadáveres al
crematorio). Este hombre le dice: “Hemos descubierto una nueva forma de quemar
en la chimenea. ¿Sabes cómo es? (…) Lo hacemos así: cogemos a cuatro niños que
tengan pelo, juntamos sus cabezas y les prendemos fuego. El resto arde por sí
solo y gemacht, listo. (…) Aquí en
Auschwitz tenemos que divertirnos como podamos. ¿Cómo, si no, íbamos a
aguantarlo?” (pág. 73)
Casi todos los cuentos empiezan
con una bella descripción de la naturaleza, pero acaban con otro apunte como el
anterior.
Los cuentos del final son más
cortos. Algunos se corresponden ya con el periodo de liberación del campo y su
tutela bajo el ejército norteamericano. Destaco el titulado Silencio,
sobre el deseo de venganza de los presos, que han podido atrapar a un kapo y a
escondidas de los norteamericanos le matan a golpes.
El último cuento, titulado Un
mundo de piedra, nos habla de la vuelta al hogar, del reencuentro con
la familia. Sólo se relata un paseo aquí y este cuento, pese a las atrocidades
leídas, no deja de ser terrible: “Algunas veces me parece, incluso, que mis
capacidades sensitivas se han coagulado y cristalizado en mi interior hasta
convertirse en resina.” (pág. 210)
Uno lee este relato final y sabe
que está ante las palabras de un depresivo, las palabras de alguien que no
tiene optimismo, ni ilusión por la vida. Alguien con tendencias suicidas. Borowski
se suicidó en 1951 –a los veintinueve años- metiendo la cabeza en el horno de
su apartamento de Varsovia; imitando así, de forma grotesca, la muerte de la
que se libró en Auschwitz.
Los libros de Auschwitz de Borowski
no tuvieron una buena acogida en la Polonia comunista, pues no ensalzaban la fe
en el futuro del trabajador soviético. Ahora son clásicos de aquel país, leídos
en el colegio. Lo que debe ser una experiencia terrible, pero que al menos
debería inocular al lector contra la barbarie nazi, un libro que deberían leer
con calma todos esos jóvenes españoles que se declaran “nazis” porque es una
palabra que impone o que da miedo. ¿De verdad, joven español que te declaras
nazi, crees que hay algo que mola en
esas personas que arrojaban viva a una chica coja a un camión de cadáveres para
quemarla viva?