Locura, droga, delincuencia son los tres fantasmas que me acechaban cuando fantaseaba sobre mi futuro en tiempos de pubertad/adolescencia. Por alguna razón consideraba a la sinrazón, la adicción, el crimen como fenómenos inherentes a la condición humana y a veces, mal que me pesara, fatalidades inevitables.
Más que estos flagelos, me atemorizaba la solución puesta en la reclusión. Más que el encierro o privación de la libertad, me aterraba la posibilidad de convertirme en víctima de la violencia institucional. De hecho, ya desde temprana edad sospechaba que -aún confinada por algún diagnóstico o sentencia justos- terminaría de perderme en el manicomio, clínica de desintoxicación o cárcel que me tocara en suerte.
Por esos años, el término “detención” completaba la expresión “centro clandestino de”, y la Colonia Montes de Oca adquiría protagonismo mediático tras la misteriosa desaparición de la doctora Cecilia Giubileo. Por lo visto, subversivos y locos parecían condenados a un mismo destino escalonado y macabro: desaparición, tortura, muerte, entierro NN.
Quienes osaran denunciar esta suerte de “solución final” corrían una suerte similar. Aprendí entonces que los perversos más siniestros saben conquistar a la opinión pública en nombre de la moral, el bienestar y la normalidad.
Con el tiempo descubrí la obra de Michel Foucault y quedé anonadada con su monumental Historia de la locura en la época clásica. Entre otras cuestiones, su teoría del “gran encierro” cuestiona al Estado occidental por confundir “cura” o “recuperación” con “exclusión”, “reclusión” y “castigo”.
Este último término legitima la negación de los derechos individuales de delincuentes, locos, drogadictos y otros enfermos. Leprosos, por ejemplo.
El terror púber/adolescente sacudió la realidad de mis incipientes 30 cuando reconocí constataciones de Foucault en los dos geriátricos que albergaron a mi padre enfermo de Alzheimer. Pésima combinación, ancianidad y senilidad.
No trabajo en el ámbito de la psiquiatría y, al margen de dos visitas a La Colifata, dejé de tener contacto con la demencia desde el fallecimiento en 2005 de mi querido viejo. Aunque lega en la materia, celebro la nueva Ley de Salud Mental que el Senado sancionó el jueves pasado, y que el ex Diputado Nacional del ARI Leonardo Gorbacz presentó en marzo de 2007.
Debatido a lo largo de tres años, el proyecto tomó lo mejor de algunas leyes provinciales pioneras y de otras hoy en debate. Contó con “apoyos y aportes” del CELS, la OPS, la OMS, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el Consejo Federal Legislativo de Salud, el Foro de Desmanicomialización, el INADI, referentes académicos y de asociaciones de familiares.
Uno de los aspectos más importantes de la flamante reglamentación es el reconocimiento de los derechos humanos de personas históricamente invisibilizadas. Esta gacetilla difundida por el Centro de Estudios Legales y Sociales recuerda que actualmente unos 25 mil argentinos se encuentran recluidos en asilos psiquiátricos “donde sufren privación de la libertad en celdas de aislamiento, abusos físicos y sexuales, falta de atención médica, condiciones insalubres de alojamiento, ausencia de rehabilitación, tratamientos inadecuados, sobrepoblación y muertes que no son investigadas”.
Más del 80% de estos compatriotas son encerrados por más de un año y muchos, de por vida. La mayoría son pacientes sociales que podrían desarrollar su vida fuera de una institución pero que no cuentan con alternativas para hacerlo. La Corte Suprema de Justicia de la Nación calificó su situación como de extrema “vulnerabilidad, fragilidad, impotencia y abandono”.
Sin dudas, la nueva Ley de Salud Mental tardará en revertir esta realidad. Mientras tanto, su sola sanción apacigua el alma de quienes imaginamos, conocemos, tememos el infierno de reclusión y violencia institucional.
Locura, droga, delincuencia son los tres fantasmas que me acechaban cuando fantaseaba sobre mi futuro entiempos de pubertad/adolescencia. Por alguna razón consideraba a la sinrazón, la adicción, el delito comofenómenos inherentes a la condición humana, y por lo tanto tragedias a veces inevitables.
Más que estos flagelos, me atemorizaba la pretendida solución: la reclusión. Más que el encierro, es decir,
más que la privación de la libertad, me aterraba la posibilidad de convertirme en víctima de la violencia
institucional. De hecho, ya desde temprana edad sospechaba que -aún en caso de confinamiento por diagnóstico
o sentencia justos- terminaría de perderme en el manicomio, la clínica de desintoxicación o la cárcel que me
tocaran en suerte.
Por esos años el término “detención” completaba la expresión “centro clandestino de”, y la Colonia Montes de
Oca adquiría protagonismo mediático tras la misteriosa desaparición de la doctora Cecilia Giubileo.
Subversivos y locos parecían condenados a un mismo destino combinado y macabro: desaparición, tortura,
muerte, entierro NN.
Quienes osaran denunciar esta suerte de solución final corrían una suerte similar. Aprendí entonces que los
perversos más siniestros saben conquistar a la opinión pública en nombre del bienestar y la normalidad.
Con el tiempo descubrí la obra de Michel Foucault y quedé anonadada con su monumental Historia de la locura
en la época clásica. Entre otras cuestiones, su teoría del “gran encierro” cuestiona al Estado occidental
por confundir cura o recuperación con exclusión y castigo.
Este último término admite y legitima la negación de los derechos individuales de delincuentes, locos,
incluso otro tipo de enfermos. Los leprosos, por ejemplo.
Reconocí a las constataciones de Foucault en los dos geriátricos que albergaron a mi padre enfermo de
Alzheimer. El terror púber/adolescente sacudió la realidad de mis incipientes 30.
No trabajo en psiquiatría y, al margen de dos visitas a La Colifata, dejé de tener contacto con la demencia
desde el fallecimiento de mi progenitor. Aunque lega en la materia, celebro la nueva Ley de Salud Mental que
el Senado sancionó el jueves pasado y que el ex Diputado Nacional del ARI Leonardo Gorbacz presentó en marzo
de 2007.
Debatido a lo largo de tres años, el proyecto tomó lo mejor de algunas leyes provinciales que fueron
pioneras y de otras que hoy están en debate. Contó con “apoyos y aportes” del CELS, la OPS, la OMS, la
Secretaria de Derechos Humanos de la Nación, el Consejo Federal Legislativo de Salud, el INADI, el Foro de
Desmanicomialización, referentes académicos y de asociaciones de usuarios y familiares.
Uno de los aspectos más importantes de la flamante Ley de Salud Mental es el reconocimiento de los derechos
humanos de personas históricamente invisibilizadas. Esta gacetilla difundida por el Centro de Estudios
Legales y Sociales recuerda que unos 25 mil argentinos se encuentran recluidos en asilos psiquiátricos donde
sufren privación de la libertad en celdas de aislamiento, abusos físicos y sexuales, falta de atención
médica, condiciones insalubres de alojamiento, ausencia de rehabilitación, tratamientos inadecuados,
sobrepoblación y muertes que no son investigadas.
Más del 80% de estos compatriotas son encerradas por períodos mayores a un año y muchos permanecen allí de
por vida. En la mayoría de los casos se trata de “pacientes sociales”, que podrían desarrollar su vida fuera
de una institución pero que no cuentan con alternativas para hacerlo. La Corte Suprema de Justicia de la
Nación calificó su situación como de extrema “vulnerabilidad, fragilidad, impotencia y abandono”.
La nueva Ley de Salud Mental tardará en combatir, revertir, reparar esta realidad. Mientras tanto, su sola
sanción apacigua el alma de quienes imaginamos/conocemos/tememos el infierno del encierro y la deshumanización.