Revista Cultura y Ocio
LA
AVENTURA
DEL
DIAMANTE
PEDRUSKOW
(V)
[Dedicado a Sir Lance]
X.
Artemio Moresby-Jones era un joven de unos treinta años, elegantemente vestido, con porte señorial y rostro aún adolescente. Mostraba signos de clara disolución, lo que parecía confirmar las palabras de Lestrade. Enseguida se notaba su afición a la bebida, y era muy posible que fuera dado al juego, a las mujeres, y al vino. ¿Era un truhán, era un señor, era un bohemio, un soñador? No se le conocía oficio de provecho, pero supo aprovecharse de las generosas dádivas de su tío para llevar una vida de lo más acomodada.
Holmes le invitó a sentarse en un sofá de la sala contigua al salón e inició el interrogatorio, con sus maneras pausadas, pero tajantes:
-¿Cuándo llegó usted a Moresby Mansion?
-Aproximadamente a las diez –dijo el señor Moresby-Jones, mientras fumaba un larguísimo cigarrillo egipcio (comprado en Londonderry) de forma lánguida y displicente.
-¿Cuándo pudo ver a su tío, Lord Moresby?
-No me dejaron verle hasta media hora después. El Dr. Hopkins me lo prohibió y, aunque me costó comprenderlo, acepté, para no debilitar la salud de mi querido tío. Cuando me autorizaron, subí con el abogado y el médico.
-¿Cómo encontró usted a su tío? ¿Estaba despierto, se hallaba bien?–Holmes hablaba con los ojos cerrados, como tratando de imaginarse cada acción, cada escena de aquella horripilante y desopilante tragedia.
-Estaba muy desmejorado de cara, muy pálido, yo diría que tenía los labios azulados y con el aspecto de un moribundo. Parecía desorientado, a pesar de estar consciente. Apenas habló. Susurraba palabras ininteligibles. Ninguno de los presentes acertó a entender lo que quería decirnos, hasta que musitó con voz más clara: “Té con limón” y entonces el doctor aceptó aquel ruego de mi tío y nos sugirió que fuéramos a pedirle a la sra. Hutchinson que hiciese el té.
-Un momento –dijo Holmes–, ¿salieron usted y el abogado dejando solo al médico, o bajaron los tres?
-Bajamos los tres. Es cierto que el médico fue el último en salir y supongo que el último en ver con vida a mi tío., a excepción del asesino, claro está. Sí, porque no creo que fuera el doctor. Tuvo que entrar alguien desde fuera, pero no sé cómo, no me lo explico...
-Continúe.-dijo Holmes.
-A ello iba, a ello iba, señor inspector don Lestrade. Bien, pues el Dr. Hopkins, aunque salió después que nosotros, no tardó ni un minuto en seguirnos. Es decir, primero salimos el abogado Wardroper y yo, y unos segundos después, el Dr. don Rodolfo Hopkins.
Holmes quedó pensativo. Lestrade, rezongaba huraño. Y yo, mientras tomaba notas (musicales), andaba con el ánimo abatido, patidifuso y desconcertado.
-¿Dónde estaba usted cuando la sra. Hutchinson descubrió el cadáver?
-Aquí al lado, en el salón, fumando y hablando con los otros.
-Y desde las diez y media, en que subieron a ver al lord, y las once, en que la sra. Hutchinson comenzó a gritar, ¿no se movió usted del salón? Responda sin titubear, es muy importante.
-Estuve con el doctor y con el abogado. Ellos confirmarán que no me moví del salón ni para hacer pip…
-¡Es suficiente, señor Moresby! –cortó Holmes. –Bueno, algunas cosas más. Dígame: ellos dos, el doctor y el abogado, tampoco salieron del salón, ¿no es así? (Artemio Moresby asintió en silencio) ¿Nadie más estuvo con ustedes?
-La doncella, la señorita Dorotea O’Hara, vino a traernos un café. Serían las once menos cuarto o menos diez… No puedo asegurarlo. Ella nos vio a los tres juntos, departiendo sobre la salud de mi tío.
-Supongo que usted heredará todas las posesiones del lord, ¿no es cierto?
Moresby-Jones contuvo su respuesta, un poco enojado, pero finalmente dijo:
-No sé qué pretende insinuar. Supongo que sí. Soy el pariente más cercano. En realidad, el único pariente consanguíneo vivo del lord. Y, aunque atravieso por dificultades financieras, jamás se me habría ocurrido asesinar a mi tío, ni robar su diamante. Además, hasta que no sepamos el contenido exacto de su testamento, no estaremos seguros de que soy su único heredero.
-Mañana se abre el testamento, ¿verdad? –inquirió Holmes–. Para terminar, dígame una cosa, ¿cuánto cree que vale el diamante Pedruskow?
-No tengo ni la más mínima idea. No soy experto en joyas.
-Gracias, señor Moresby. Puede usted retirarse.
Y mientras Artemio Moresby-Jones salía de la salita contigua al salón, Holmes tuvo que aguantar una nueva arremetida de Lestrade, que no cesaba de decir: “Fue él, fue él. Ahora estoy más seguro que nunca”, mientras yo, por mi parte, no pude resistir sugerirle: “Fue el médico, fue el médico, sin duda. Le apuñaló mientras el sobrino y el abogado estaban fuera del cuarto”.
Y entre Lestrade y yo conseguimos agotar la paciencia de Holmes que, a la vez que pedía que pasase a declarar el Dr. Hopkins, se acercó al minibar, cogió unos cubitos de hielo, lo lió en su pañuelo y se lo puso en la frente, soportando como pudo las voces de Lestrade (“¡Fue el sobrino!”) y las mías (“¡Fue el médico!”), con una resignación de la que jamás creí que pudiera dar tan sufrida muestra...
[En breve, CONTINUARÁ...]