Revista Ciencia
Avanza mayo y la normalidad climática parece haber regresado al calendario natural de nuestro ecosistema. Pasadas ya las orquídeas abeja, florecen los gladiolos, las Bartsia trixago reemplazan a las algarabías pegajosas como plantas-vampiro, el tiempo de los ranúnculos cede el turno al de los Leontodon, y a ras de suelo se alzan ya las primeras flores de las jarillas. En la imagen tenemos a la más común, Helianthemum apenninum, un endemismo de la cuenca mediterránea, como tantas otras plantas que representan lo más exclusivo del tesoro de la biodiversidad en esta región. Los heliantemos, parientes cercanos de las jaras, son con ellas el resultado de una misma historia evolutiva, testimonios vivientes de cambios ambientales que han ejercido su poderosa influencia sobre la vida a escala planetaria.
Desde un remoto pasado de clima subtropical y vegetación selvática, en los últimos 15 millones de años la zona mediterránea ha visto deteriorarse el clima, cada vez más fresco en invierno y más seco, sobre todo en verano. Con el clima fue cambiando drásticamente el paisaje viviente, y donde antes hubo bosques con laureles, árboles de la canela, palmeras, ginkgos y magnolias, ahora hay matorrales y pastos con hierbas como la jarilla. No obstante, en el nuevo clima han logrado prosperar un puñado de descendientes que parecen sacados del mundo antiguo: la encina, el olivo, el lentisco, el madroño... leñosas que conservan rasgos típicos de la flora tropical. Entre estos vestigios es común la presencia de frutos carnosos, apetitosos para los pájaros, que al comerlos digieren la parte blanda y descartan a través de los excrementos la semilla. De este modo, la semilla se dispersa gracias a los vertebrados, en lo que constituye la dispersión por endozoocoria. Pero este mecanismo apenas se da en las plantas de linaje más reciente, las que han surgido adaptándose al clima de los últimos millones de años. Por ejemplo, ni jaras ni heliantemos tienen frutos carnosos. Y aun así, los vertebrados pueden prestarles ayuda para dispersar sus semillas. ¿Cómo puede ser, si los frutos secos de los heliantemos carecen de pulpa sabrosa para tentar a los pájaros?
La clave de este asunto no está en las aves, sino en los herbívoros del pasto, que al comer hierba se tragan también los frutos de los heliantemos. No es de extrañar, por tanto, que sus semillas germinen incluso después de pasar por el tubo digestivo de una oveja o de una cabra. De este modo emplearían al herbívoro como taxi para dispersarse, pero además en los excrementos encontrarían minerales valiosísimos para sobrellevar el suelo pobre y pedregoso propio de los matorrales. Ante estas ventajas, realmente una semilla de heliantemo debería de germinar preferentemente después de ser engullida por un herbívoro. Y eso parece que es justamente lo que ocurre, ya que las semillas de Helianthemum apenninum germinan en mayor cantidad después de someterlas a un tratamiento químico que simula el paso por el tubo digestivo de un ungulado.
Son nuevos tiempos y nuevos climas para la vieja cuenca mediterránea, pero las antiguas soluciones de las plantas siguen funcionando, eso sí, convenientemente traducidas al moderno entramado de relaciones ecológicas. A estas viejas soluciones remozadas hay que sumar algunas nuevas, como la que encontramos en las jaras, adaptadas a los frecuentes fuegos del verano mediterráneo hasta tal punto que sus semillas germinan masivamente después de un incendio. Una mezcla de adaptaciones dentro de una misma familia, las Cistáceas, que atestigua como pocas el devenir de la naturaleza en la región. Y lo curioso es que ambas estrategias se basan en el mismo cambio: una envoltura más gruesa recubriendo la semilla.
La imagen muestra un Helianthemum apenninum apenninum, de acuerdo con las claves de la Flora de Andalucía Oriental (pdf).