Llevada de nuevo al cine dieciséis años después por el maestro Fritz Lang con el título Deseos humanos (1954), La bestia humana (La bête humaine, 1938), inspirada en la novela homónima de Émile Zola, ilustra la perfecta sinergia entre la novela naturalista, de la que el autor francés es la máxima expresión, y el realismo poético de la cinematografía francesa de los años 30, del que Jean Renoir es principal exponente. Alejada un tanto de los tintes negros, en pleno ciclo clásico del film noir, que imprimirá a la historia el cineasta austríaco emigrado a Hollywood, la adaptación de Renoir aporta a la trágica sordidez de unos personajes abocados a un destino fatal la extraña y conmovedora belleza de un mundo luminoso que, no obstante, se nubla por la locura, la ambición y la sangre, como si los personajes se vieran constantemente determinados a hundirse en un marasmo de mezquindad, violencia y crimen cada vez que intentan salir de sus respectivos pozos y respirar algo parecido a una vida tranquila y en armonía.
Nadie está libre de pecado ni de la imposibilidad de redención: Jacques Lantier (el icónico Jean Gabin), maquinista del tren que hace la ruta entre El Havre y París, es un hombre solitario que a duras penas consigue impedir y ocultar su misoginia y su violencia en el trato con las mujeres, producto de alguna clase de trastorno mental presente en su familia ; Séverine (Simone Simon), la atractiva mujer que conoce casi por casualidad cuando escapa junto a su marido de la escena de un crimen cometido en el compartimento de un tren, malvive un matrimonio que la hace sentir desgraciada, y del que intenta con todas sus fuerzas huir con la ayuda de su padrino (tal vez algo más); por último, su marido, Roubaud (Fernand Ledoux), es un hombre celoso y posesivo, avaro y cruel, que alterna breves periodos de reposo y sincera admiración por su mujer con ataques de celos patológicos, al tiempo que eso no le impide aprovechar sus encantos para obtener ventajas económicas del acaudalado padrino de su esposa. El crimen, mediante el cual Roubaud y Séverine intentan escapar de su existencia gris y embrutecedora, une sin embargo a la mujer con Lantier, quien, seguramente porque reconoce en ambos a sus semejantes, y también porque de inmediato se siente interesado por la mujer, les ayuda desinteresadamente a escabullirse de la policía, que acusa del asesinato al bocazas de Cabuche (interpretado por el propio Renoir), un empleado del ferrocarril. La enfermiza relación entre los tres termina con el enamoramiento de Séverine y Lantier, y con la necesidad de liberarla del matrimonio que la hace infeliz, para lo cual no hay más que una salida…
Lo verdaderamente inquietante de esta hermosa y dura película de Renoir está en el contraste. La belleza se da la mano con la crueldad, el amor con la violencia, la amistad con el crimen más abyecto. La habilidad del gran cineasta francés consiste en transmitir esta combinación de ideas contradictorias mediante el oscuro lirismo de sus imágenes, complejo puzle de sensaciones que, no obstante, logra encajar en una mezcla para nada chirriante. Así, cuando Lantier habla a su ayudante del amor que siente por su locomotora, la que en realidad es la compañera de su vida, Renoir ya ha invertido unos cuantos minutos iniciales en mostrarnos el perfecto acomplamiento entre el maquinista y la máquina, a través de unas imágenes casi documentales que detallan tanto el trabajo a bordo, y el mimo casi amoroso con que la trata Lantier, como la progresión de la máquina a la altura de las vías, devorando kilómetros, raíles y traviesas, atravesando apeaderos, estaciones, pasos a nivel, puentes y paisajes de todo tipo, escogiendo el camino a seguir en los nudos de comunicaciones, tomando uno u otro desvío según las indicaciones de su dueño. Renoir transmite así, además del amor de Lantier por su máquina, la idea de que lo que el maquinista espera realmente de una mujer es un comportamiento tan exacto, tan mecánico, tan obediente a sus órdenes, y por tanto tan satisfactorio, como el que le ofrece su locomotora. En otro caso, la locura, la chispa, el vapor negro que asoma por la chimenea, se hacen daño de la situación (así, en el primer episodio violento de Lantier que la película presenta, la sublimación sexual del maquinista, precisamente sobre la suave elevación que conduce hacia la vía del tren, culmina en un arrebato de locura que casi le lleva a cometer un estrangulamiento). Este paralelismo se acentúa cuando es justamente una avería en su preciada locomotora lo que motiva que Lantier deba abandonarla en una estación para que la reparen, y vuelva a París como pasajero anónimo en un tren en el que viaja la semilla de su perdición.
El agua es reflejo de la evolución de la relación entre Séverine y Lantier. En magníficas tomas, tan bellas y sugerentes como inquietantes, el agua sirve de metáfora visual de la evolución de los personajes y de sus sentimientos. En primer lugar, en su inaugural encuentro amoroso, cuando Renoir, en lugar de mostrarnos la iniciación física de su romance, cambia el punto de atención al caldero que se va colmando de agua hirviente hasta desbordarse. En segundo término, un charco de agua muestra el reflejo, boca abajo, de la figura y el rostro de Lantier escondido entre los trenes parados de la estación, cuando Séverine le ha convencido ya de la necesidad de acabar con Roubaud, y justo antes de que su mano se desvíe para tomar la herramienta de hierro con la que cometerá su crimen. Las imágenes posteriores, son las siluetas confundiéndose entre la oscuridad y una luz tenue envuelta en el vapor de las locomotoras, son, sencillamente, tan lúgubres y amenazantes como poderosas en su carácter poético. Pero no se trata de personajes arquetípicos, ni mucho menos: Lantier es un hombre amante de su locomotora, leal con sus compañeros de trabajo y a los afectos que conserva de la infancia, bromista y buen profesional; Roubaud no solo es el esposo celoso y brutal, también es marido atento, servicial y entregado a su joven esposa, al tiempo que en el ejercicio de su profesión es competente e íntegro (la secuencia en que Renoir nos lo presenta da fe de un hombre que no vacila en enfrentarse a un pasajero presuntuoso, en realidad importante hombre de negocios con contactos en la empresa que ya ha logrado antes el despido de algún empleado respondón, por defender a una venerable señora, también viajera); por último, lo que de verdad impide la felicida de Séverine son los ocasionales arrebatos de celos y posesión de su marido, ya que en los intervalos de paz y armonía disfruta plenamente de la felicidad conyugal (de ahí que se deje arrastrar sin mayor esfuerzo por los designios criminales y las promesas de prosperidad de Roubaud).
Huyendo por tanto de maniqueísmos y de relatos planos, Renoir ofrece todo un retrato poliédrico de la condición humana, con todo lo que de crudeza y de belleza de sentimientos puede ocultar, para la que el ferrocarril ejerce de oportuna traslación visual (el vapor, la caldera de carbón, la imposibilidad de frenar a tiempo en el punto debido si la velocidad es excesiva…) a la vez que trenes y estaciones son marco principal para la acción (el talento visual de Renoir hace que incluso el asesinato se abstraiga del visionado del espectador, lo mismo que las secuencias de amor: en un compartimento cerrado, sin que sepamos lo que está ocurriendo dentro hasta que la puerta se abre y, sin que el ojo del público observe cadáver alguno, deduce de los movimientos de Roubaud cómo se mueve para evitar pisar el cuerpo o la sangre derramada y así evitar dejar huellas). Una obra mayor que advierte con unas cuantas décadas de antelación de lo mismo que los holandeses Shocking blue avisaban en uno de sus clásicos: nunca te cases con un ferroviario.