Nueve meses después de haber llegado a la presidencia de los EE.UU., a Barack Obama le concedieron el premio Nobel de la Paz de 2008 solamente por sus bonitas promesas y emotivos discursos.
Siete años después sus admiradores creen que ahora ya ha ganado méritos para el galardón con sus políticas interior y exterior.
En el interior, al crear una seguridad social que tachó de revolucionaria, aunque solo mejoró levemente los viejos programas federales Medicare y Medicaid que amparaban a pobres, incapacitados y ancianos.
Otros dos empeños fueron la regularización aún no lograda de entre 12 y 15 millones de inmigrantes indocumentados, y el triunfo del fracking, pese a la oposición de los ecologistas, que hará al país autosuficiente en hidrocarburos; esta es la base de su actual prosperidad.
En política exterior actuó como Nixon, cuando visitó a Mao Zedong en 1972 y como Carter en 1979 cuando declaró a la República Popular legítima representante de China, traicionando a su aliada histórica, la República de Taipéi.
Obama acaba de culminar dos grandes operaciones internacionales: el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba, rotas en 1961, y acordar con Irán que respete durante diez años el Tratado de No Proliferación Nuclear.
Avances con graves renuncias: Cuba sigue siendo una dictadura castrista que estos días se endureció sensiblemente, e Irán mantiene su terrible feudalismo teocrático sobre el pueblo y ratifica que volatilizará Israel, el gran aliado histórico de EE.UU.
Obama consiguió matar a Bin Laden, pero no resolvió nada en Irak y Siria, donde permitió la eclosión del genocida Califato Islámico.
Sus admiradores dicen que si en 2008 no merecía el Nobel, el propio premio lo estimuló para validarlo en 2015; aunque gente biempensante similar también propuso dárselo a Neville Chamberlain, el fracasado apaciguador de Hitler, y al mismo Hitler, que no se olvide.
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SALAS